En la primera secuencia de The Shrouds, el odontólogo de Karsh Relikh (Vincent Cassel) le lanza una sorprendente advertencia: “El duelo está pudriendo tus dientes”. Karsh (que no casualmente guarda una notable semblanza física con el propio David Cronenberg) lleva cuatro años viudo desde la muerte de su esposa Becca (Diane Kruger), víctima de un cáncer particularmente agresivo, y el peso de ese dolor lo ha anclado en una existencia anodina. Acudo arduo a ChatGPT para comprobar si eso de la putrefacción de los dientes en casos de profunda tristeza es posible. La inteligencia artificial de OpenAI me deja claro que “el duelo en sí mismo no hace que los dientes se pudran”, aunque señala que efectos colaterales como el bruxismo, el descuido de la higiene o la sequedad bucal sí podrían afectar a la salud dental. Entiendo la frase, pues, como una licencia poética por parte del dentista, pero quiero explorar más: “¿Los dientes pueden registrar y reaccionar a las emociones?” ChatGPT me conduce entonces al simbolismo, la psicosomática e incluso a tradiciones tan dispares como la medicina tradicional china. Su primera respuesta no me ha dejado especialmente satisfecho, así que he penetrado en la primera verdad en busca de alternativas, aunque ello suponga alejarse del empirismo científico, de la “realidad oficial”. ¿No es así, acaso, como venimos relacionándonos con el mundo que nos rodea de un tiempo a esta parte?
The Shrouds, el largometraje número 23 de David Cronenberg, es posiblemente una de las películas más relevantes y lúcidas que podemos encontrar en las últimas cosechas del cine contemporáneo. Es la obra de un pensador de la imagen y la realidad que se estremece ante una revolución tecnológica abrumadora que le conduce a cuestionar todos aquellos cimientos que han construido su filmografía. Sorprende tal nivel de riesgo y vulnerabilidad en alguien que, con su anterior película, “Crímenes del futuro” (2022), parecía ya relegado al terreno de la repetición autoparódica. Bajo su apariencia de sex-thriller de serie B, The Shrouds se revela como un brillante ensayo visual sobre la era de la imagen digital, la posverdad y las conspiraciones virales que han fragmentado nuestra noción de lo real.
Del cuerpo al algoritmo: la muerte de la huella
Tras la ya relatada visita al odontólogo, Karsh recibe de su dentista un mensaje en el que se adjuntan algunos archivos de imagen con las últimas radiografías dentales de su difunta esposa. Su obsesión, como se plantea a lo largo de toda la película, es no perder el contacto con el cuerpo de Becca. The Shrouds no afronta la muerte desde una perspectiva emocional o metafísica, sino desde la más profunda carnalidad (algo que no debería extrañarnos al hablar del padre de la Nueva Carne). Tal es la obcecación de Karsh, que ha enterrado a Becca en un cementerio de su propiedad en el que los seres queridos de los difuntos pueden observar, a través de una aplicación móvil, una emisión en directo del cuerpo en descomposición de los muertos envueltos en un sudario especial de alta ingeniería tecnológica dentro de su ataúd (luego volveremos a ello). El único confort para Karsh en su duelo es no perder del todo el contacto con el cuerpo de Becca, porque para Cronenberg el cuerpo, la carne, siempre han sido el templo de lo real.
Ambos, Karsh y el propio Cronenberg, han perdido al amor de su vida (la película fue inspirada por el duelo vivido por David Cronenberg tras la muerte de su esposa Carolyn Zeifman en 2017). Pero ambos, Karsh y el director, son víctimas de su propia trampa. Más allá de la muerte no hay contacto posible con lo real, y menos aún en una era, la digital, que ha permutado para siempre la ontología de los símbolos (de la fotografía, de la imagen).
Sabemos de sobra que las radiografías dentales de Becca no son los dientes de Becca: la ontología de una radiografía es la de un objeto técnico y simbólico que traduce el cuerpo real en datos recortados y condicionados por el aparato y el saber que lo interpreta. Al menos -podríamos objetar- sí existe una relación más o menos directa entre la radiografía y los dientes de la difunta, sí podríamos afirmar que esa radiografía conserva “las sombras” de los dientes de Becca. Pero lo que Karsh ha recibido en su email es una copia en .jpeg de la radiografía, lo que, como muchos ya intuís, complica todavía más este tema.
Pero no profundicemos en ello de momento y hablemos ahora de las mortajas del cementerio de Karsh, unos sudarios tecnológicos equipados con cámaras avanzadas que escanean y permiten generar imágenes tridimensionales en alta definición del cadáver desde el interior del ataúd. Esta tecnología, denominada “ShroudCam”, está integrada directamente en el tejido de las mortajas que envuelven a los fallecidos, y emite en tiempo real una señal que puede verse en una pantalla digital colocada en la lápida que recuerda la identidad del difunto, pero también en cualquier momento y lugar, a través de una aplicación de móvil encriptada que conecta con el ataúd.
Karsh pretende con sus sudarios no perder el contacto (visual) con el cuerpo (en descomposición) de su esposa, pero él mismo contribuye al borrado, tras borrado, tras borrado, de la carne de Becca. Lo vemos claro cuando, en una escena especialmente espeluznante, el propio Karsh se prueba en vida uno de los sudarios y desde un monitor vemos la imagen que estos nos devuelven. Observamos su cuerpo digitalizado en tiempo real: fragmentado en datos y al mismo tiempo revestido de plasticidad virtual, como en un videojuego. La experiencia dantesca revela que ya no reconocemos su carne ni como suya ni como real.
Volvamos a los archivos .jpeg de los dientes de Becca para entender un poco mejor lo que estamos explicando. Cuando convertimos una radiografía en una imagen digital, el archivo que obtenemos no contiene ya la huella del cuerpo que estuvo frente al tubo de rayos X, sino un conjunto de datos sometidos a un algoritmo de compresión que interpreta la imagen de esa huella. Este algoritmo hace algo radical: trocea la imagen como si fuese un puzle de 10.000 piezas, de las cuales se queda 3.000 y desecha, para siempre, las 7.000 restantes. Cuando Karsh abre esa foto en su móvil, lo que ve no es la película radiográfica, sino la reproducción de un archivo binario que se parece a lo que había antes, un holograma numérico que simula la radiografía auténtica. Es como si alguien cogiera esas 3.000 piezas del puzzle e inventara las 7.000 que faltan; como si, a partir de un boceto muy detallado, el sistema completara los trazos faltantes con trazos plausibles, fieles en apariencia pero inventados en esencia.
Las imágenes digitales con las que convivimos en nuestro día a día no conservan la realidad como hacía la fotografía química; guardan “instrucciones” sobre cómo recrear algo que se parezca a esa realidad. Y esa es, precisamente, la relación que nuestra sociedad, nuestra era, están adoptando con lo real: acogemos fragmentos de verdad y delegamos en la tecnología la tarea de rellenar vacíos, confiando en su capacidad para generar un resultado que, aunque plausible, no es un testigo infalible. Así actúa ChatGPT, un sistema de predicción cuyo funcionamiento se basa en adivinar cuál es la siguiente palabra más probable en una secuencia de texto cuando le ofrecemos una entrada y un contexto (prompt). La inteligencia artificial no es un arquitecto de recreaciones, sino un algoritmo de predicción que desde su nacimiento asumió como parte intrínseca de su funcionamiento el error, lo que en el argot tecnológico llaman “alucinaciones”.
Esta lógica de la plausibilidad por encima de la veracidad es el síntoma más descarnado de nuestra era, cuando la posverdad y las teorías conspirativas se infiltran en cada píxel, en cada línea de texto. La muerte de la huella marca la pérdida de la confianza en la imagen como testigo fiel del mundo, y The Shrouds se alza como un espejo implacable de esa convulsión tecnológica y cultural.
La Falsa Carne
Esta lógica algorítmica de reconstruir la realidad a partir de fragmentos plausibles no se limita al mundo digital. En The Shrouds, Cronenberg descubre que ha infectado también el último refugio de la verdad en su filmografía: la carne. Si durante décadas la “Nueva Carne” cronenberguiana había sido el territorio de lo incontestable —donde la transformación corporal revelaba verdades ocultas, donde las mutaciones eran epifanías—, ahora nos enfrentamos a algo radicalmente distinto: la “Falsa Carne”, un cuerpo que miente, que se disfraza, que genera sus propias alucinaciones.
The Shrouds resulta, en apariencia, una disparatada concatenación de teorías de la conspiración, giros imposibles e interpretaciones extrañas de la realidad. Una sucesión infinita de “y si…” en la que los protagonistas, como el propio Cronenberg, reconocen sentirse absolutamente superados por una serie de acontecimientos que no son capaces de comprender. En esa espiral ascendente y febril hay espacio para el ciberespionaje internacional y el terrorismo ecológico, pero también para las rencillas personales, la envidia y los ataques de cuernos. Un acontecimiento dramático puede ser fruto de la traición de un amigo o de la Nueva Guerra Fría, de lo micro o lo global. Todo es posible cuando la realidad es fácilmente editable con un ordenador y cuando la verdad ya no existe.
En ese territorio de incertidumbre, en otro momento, Cronenberg nos hubiese respondido que la verdad reside en la carne. Todo es alterable e interpretable, menos el cuerpo y la sangre. Pero en The Shrouds una de sus máximas certezas se desvanece, y lo hace de forma sistemática y demoledora.
Karsh desea recuperar el cuerpo de su esposa fallecida, pero acaba poseyendo el cuerpo de la hermana gemela de esta, Terry (Diane Kruger), que es igual pero no es igual, y tiene los pechos más grandes. Esta diferencia aparentemente menor es, en realidad, abismal. La carne no es única sino intercambiable, sustituible. El cuerpo de Terry funciona como una “versión 2.0” de Becca, como si fuese una actualización de software aplicada a la carne. Karsh no abraza a su esposa: abraza una alucinación corporal.
Más inquietante resulta aún el caso de los nódulos microscópicos en los restos sin vida de Becca. Karsh quiere perpetuar su cadáver a través de la tecnología, pero en las imágenes que devuelven sus sudarios descubre unas pequeñas partículas entre sus huesos que no deberían estar ahí. ¿Son orgánicas o han sido insertadas por alguien? ¿Son ilusiones generadas por el propio sistema de escaneo de las mortajas? ¿Son nódulos del cáncer, efectos de la radiación de los sudarios, o microchips que convierten los cadáveres en parte de una red de vigilancia global? Ninguna conjetura es definitiva ni completamente satisfactoria, pero lo peor es que esa incertidumbre profana el sacrosanto templo cronenberguiano del cuerpo. Ni siquiera el cadáver de la mujer amada está exento de sospecha.
Pero quizás el ejemplo más ilustrativo sea otro. Sospechamos de la implicación de Maury Entrekin (Guy Pearce), amigo y colaborador de Karsh, en el ataque a las tumbas y en este galimatías sin fin que afecta al protagonista. En el que parece ser el clímax del film, Maury, sabiéndose descubierto, relata una disparatada explicación con la que intenta exculparse, y que implica a hackers rusos, al gobierno chino y toda suerte de ingredientes que construirían un sueño húmedo de Qanon. Para demostrar que lo que cuenta es cierto, Maury recurre al cuerpo: muestra su mano izquierda ensangrentada con dos dedos amputados. Esa imagen del cuerpo herido y palpitante parece provocar un instante de revelación: “Esto tiene que ir en serio, el cuerpo no miente en las películas de Cronenberg”. Muy poco después, Terry, la cuñada de Karsh y ex pareja de Maury, nos explicará que Maury perdió esos dedos durante un experimento en el instituto. La herida que parecía prueba irrefutable de una conspiración internacional se revela como el rastro banal de un accidente adolescente. ¿Quién dice la verdad? ¿De qué o de quién podemos fiarnos entonces, cuando incluso la carne fabula, cuando incluso las heridas mienten?
En este punto, Cronenberg ha dinamitado los cimientos de su propia obra. La “Nueva Carne” de películas como Videodrome o La mosca era perturbadora porque revelaba verdades ocultas a través de la transformación corporal. La “Falsa Carne” de The Shrouds es aún más inquietante porque oculta la verdad a través de la simulación corporal. Ya no se trata de que el cuerpo mute para mostrar su esencia: se trata de que el cuerpo simula para esconder que ya no tiene esencia alguna.
El control perdido: glitches y alucinaciones
En su muy influyente obra The Glitch Moment(um) (2011), Rosa Menkman nos invita a reflexionar sobre las tecnologías que nos construyen a través del glitch. Un glitch es un fallo inesperado que ocurre en un sistema tecnológico. Cuando aparece un glitch, algo no funciona como se supone que debería: la imagen puede distorsionarse, el sonido puede cortarse o la máquina puede comportarse de forma extraña. Lo importante es que, al mostrar este error, el glitch deja ver cómo funciona realmente el sistema por dentro: “Los glitches no son errores a corregir, sino ventanas privilegiadas hacia la comprensión profunda de nuestros sistemas tecnológicos y, por extensión, de nuestra relación con la tecnología misma”, afirma Menkman. No es casual que su obra sea una de las mejores herramientas posibles para el abordaje de una película tan estrechamente vinculada a nuestra conflictiva relación contemporánea con la tecnología como The Shrouds.
Hay dos glitches en The Shrouds. Afirmar esto suena tan descabellado como todo lo que se narra en la película, pero permitidme esta licencia para salir airoso de este ensayo. El primero guarda relación con Hunny, la asistente virtual con inteligencia artificial que Karsh tiene instalada en sus dispositivos y que realiza numerosas tareas, desde organizarle la agenda a cerrarle citas. No es casual que Hunny guarde una notable semblanza física con Becca, la esposa de Karsh. Sabemos, además, que esta agente virtual ha sido diseñada para Karsh por Maury, su amigo, excuñado y probable traidor.
Hunny es diligente y amable durante toda la película, hasta que sucede el glitch. Sin razón conocida decide adoptar la apariencia de Becca en los sueños recurrentes de Karsh, en los que esta aparece aún con vida, desnuda, mientras él la observa desde la cama. El problema es que en esta versión soñada, Becca aparece y desaparece de la habitación marital cada vez con peor aspecto: de su primer viaje regresa sin el pecho y el brazo izquierdo; del segundo, con una enorme cicatriz en la cadera y amasijos de hierro sosteniéndole la pierna por dentro. Nunca sabemos si estas ensoñaciones de Karsh son pesadillas, recuerdos distorsionados, o si pertenecen a un flashback real. En todo caso, nada explica que Hunny decida “romperse” y retar a Karsh moviéndose como una bailarina de striptease pero sin brazo, sin pecho y con numerosas cicatrices.
Este agujero en lo Real lacaniano podría responder a una de las definiciones de Menkman sobre el glitch: “Como el sublime natural, el glitch es una experiencia inquietante de incomprensión total. Ver un glitch es como contemplar un paisaje hermoso pero inexplicable de imágenes y estructuras de datos de otro mundo”. Algo ha provocado que Hunny adopte una forma a la que es muy poco probable que haya tenido acceso. Si la imagen de la Becca amputada pertenece, como parece señalar la película, al subconsciente atormentado de Karsh, ¿cómo es posible que una inteligencia artificial haya sido capaz de reproducirla? “El glitch desafía nuestra idea de quién controla realmente la tecnología. Antes del glitch, no nos dábamos cuenta de que la autoría tecnológica estaba siendo ocultada de nuestra experiencia”, afirma Menkman en su libro. Una hipótesis racional podría indicar que, al ser Maury el programador de Hunny, puede que Karsh en algún momento le describiera a su amigo esas imágenes de Becca que atormentan sus noches. Pero es nuevamente una conjetura que la película ni confirma ni desmiente, uno de esos “y si…” que contribuyen al desasosiego general.
El segundo glitch es la escena con la que Cronenberg cierra The Shrouds. Para llegar a él, debemos introducir primero a Soo-Min Szabo (Sandrine Holt), esposa de un multimillonario húngaro moribundo que ha visitado a Karsh en Canadá para negociar la llegada de una sucursal de sus cementerios tecnológicos a Budapest. Soo-Min es invidente y esto tampoco es casual en una película que se debate constantemente sobre la fiabilidad de las imágenes. Su condición la convierte en el único personaje inmune a la tiranía visual que domina el filme: no puede ser engañada por los sudarios, ni por las radiografías digitales, ni por las alucinaciones de Hunny. En un mundo donde lo que vemos ya no es fiable, Soo-Min representa la paradoja de una verdad que solo puede intuirse a ciegas.
Pero lo determinante aquí es que Soo-Min y Karsh han tenido una aventura, el primer affair sexual del protagonista en cuatro años tras la muerte de su esposa. Soo-Min es un personaje curioso, que aparece y desaparece de la película con la misma intermitencia fantasmal con la que Becca irrumpe y se esfuma de los ¿sueños? de Karsh cada vez más mutilada. Cuando parece que, en lo sentimental, Karsh va a terminar la película iniciando algo con su cuñada Terry (réplica carnal de Becca, no lo olvidemos), Cronenberg nos sorprende con una secuencia final en la que Karsh coge un avión privado con Soo-Min rumbo a Budapest. Y aquí ocurre el glitch definitivo. En la imagen final del film, Karsh contempla a Soo-Min sentada a su lado pero distorsionada, manipulada, imposible. Soo-Min es ahora Becca, o la Hunny glitcheada: una mujer con cicatrices, sin brazo ni pecho, débil pero seductora. La pregunta que nos asalta es demoledora: ¿de dónde procede esta imagen? ¿Qué hay de verdad en ella?
Aquí radica la diferencia fundamental con el resto de la filmografía cronenberguiana. Cualquiera podría sugerir que las películas de Cronenberg están plagadas de imágenes alegóricas de este tipo. Pensemos en la mítica secuencia de Inseparables (1988) en la que uno de los personajes a los que interpreta Jeremy Irons se imagina a sí mismo y a su hermano físicamente unidos por la cintura, como siameses, mientras Claire (Genevieve Bujold) intenta separarlos a mordiscos. Pero esas escenas se despachan fácilmente como sueños simbólicos, metáforas oníricas claramente desenganchadas de la realidad diegética. La escena final de The Shrouds, sin embargo, es más inquietante porque se ubica en un terreno incierto entre lo real y el glitch. No sabemos si lo que vemos es un sueño, una pesadilla, un recuerdo distorsionado o, lo que es más perturbador, si la propia película ha sufrido una avería en su sistema narrativo. Es como si Cronenberg le hubiese encomendado a ChatGPT que completara su película y este hubiese respondido con una alucinación, una imagen narrativamente plausible pero poco probable y, lo que es peor, ontológicamente errónea, falsa. Esta imagen final funciona exactamente como una “alucinación” de la inteligencia artificial: despliega un sistema de predicción que, basándose en los patrones previos de la película (Becca mutilada, Hunny distorsionada, la obsesión de Karsh por los cuerpos dañados), genera una conclusión que parece coherente con lo anterior pero que desbarra al intentar encontrar la imagen justa con la que cerrar The Shrouds. Como los algoritmos de IA cuando, entrenados con millones de textos, producen respuestas que suenan plausibles pero que no guardan relación real con el mundo.
En cierto modo, es como si Cronenberg nos estuviese sugiriendo que él mismo, como autor, ya no controla completamente su propia máquina narrativa. El glitch final revela que incluso la autoría cinematográfica tradicional ha sido contaminada por la lógica algorítmica de nuestro tiempo. La imagen que cierra la película no parece una metáfora consciente del director, sino un error del sistema, una alucinación que se cuela en el relato.
Cuando Rosa Menkman afirmaba que “un glitch representa la pérdida del control humano sobre la máquina”, intuía que la verdadera batalla que enfrentaría a la humanidad sería la del control sobre la tecnología. En esa cruzada, la víctima colateral es la realidad y la fiabilidad de aquello que percibimos. Millones de imágenes fake, millones de relatos “alucinados”, nos rodean día a día construyendo nuestra verdad y dando forma al imaginario colectivo, allanando el terreno para que las conjeturas sustituyan a las certezas.
Las imágenes ya no son huellas de lo que fue, son recreaciones de lo que podría ser. Hemos pasado de la huella al algoritmo, de la memoria a la simulación. Y David Cronenberg, en su película más vulnerable y lúcida, reconoce que ya no puede fiarse, ni siquiera, de la carne. Ni de su propia capacidad para distinguir entre lo real y la alucinación. Al final, no hay nada más real que una alucinación, porque es en ella donde reconocemos, con terror y fascinación, el verdadero rostro de nuestra época.
Gerard Cassadó