A primera vista, podría parecer que la trama de The Shrouds fuera de imposible resolución, incluso fallida, bien por culpa de la propia película, bien por la incapacidad de sus espectadores para descifrarla. Al final nada es lo que parece y todo puede haber sido una gran mentira, una sucesión de trucos narrativos que no conducen a ninguna parte. Por un lado, Maury (Guy Ritchie) expone ante Karsh (Vincent Cassel) una versión de la historia consistente en absurdas tramas de espionaje que a su vez incluyen a China y a Rusia, a hackers sedientos de poder y a espías siempre invisibles, nunca definidos. Por otro, Terry (Diana Kruger) desgrana teoría tras teoría en una parte final delirante que no explica nada, sino que solo añade más elementos de confusión. Cada espectador puede elaborar su propia película, pero ninguna de ella será cierta. The Shrouds solo alcanza una determinada “verdad” cuando todas esas versiones se reúnen en una hipotética red de posibles argumentos y desvelan su única condición, la imposibilidad de seguir contando historias capaces de tranquilizarnos, de proporcionar la paz inherente a toda incógnita que queda cerrada, a toda clausura. The Shrouds, por lo tanto, es una película sobre el malestar: de lo visible y lo invisible, del relato y del cine.
De hecho, es como si en ella se fundieran dos caminos, como si se superpusieran dos espacios, si no más: el privado y el público, el sentimiento individual y la política como catarsis colectiva. Karsh es un empresario que ha inventado una cámara en forma de sudario para que cualquiera pueda ver a sus seres queridos en el interior de sus tumbas, contemplar en directo cómo sus cuerpos se descomponen. Habiendo enviudado recientemente, cree que este dispositivo le va a ayudar a seguir cerca de su esposa, Becca, la hermana de Terry (de nuevo Kruger, claro está), y que lo mismo hará con sus otros clientes, pero las películas son las únicas que saben algo, y aquí The Shrouds sabe que todo es una excusa para seguir viendo, para seguir mirando, para seguir conectado con una vida, o con las sombras de esa vida, que ya se le escapa: en la primera escena, Karsh sueña que está viendo el cadáver de su mujer a través de un precario agujero; cuando despierta, lo vemos en la consulta de un dentista que le anuncia el rápido deterioro de sus dientes a causa del estrés provocado por el duelo. Karsh es un cuerpo que está empezando a morir y, por ello, desea ver cómo es la muerte en directo, cómo es la muerte cuando ya ha hecho su trabajo y cómo continúa actuando aunque parezca haber finalizado su labor. Pero también cómo se relaciona no con el poder político, sino con la idea, enmarañada y confusa, que tenemos de la política en la era del fake, es decir, con el relato de la política, con eso que puede hacer un cuerpo deprimido –individual, social— con los mensajes políticos que le llegan desde el exterior.
Karsh, por lo tanto, no es como los antihéroes dolientes de Edgar Allan Poe, ni siquiera como el héroe melancólico de Vertigo (1958), el clásico de Hitchcock. Puede que siga enamorado de su esposa, pero su sentimiento necrofílico no adopta perfiles enfermizos, ni parece sentir ninguna atracción por los abismos del suicidio, adopte las formas que adopte, sino todo lo contrario: se mantiene activo, se interesa apasionadamente por la trama inmanejable que va creciendo a su alrededor, no renuncia a la compañía de otras mujeres y hasta acaba acostándose con dos de ellas, Soo-Min (Sandrine Holt), la esposa de un millonario moribundo con la que puede cerrar un atractivo negocio, y Terry, su cuñada, el vivo retrato de su difunta esposa. Es cierto que la sombra de Becca siempre está ahí, convirtiéndolo en un personaje que no puede acabar de salir de sí mismo –Becca procede de Rebecca, otra vez como la heroína hithcockiana a la que nunca vemos, si no es en un retrato pintado–, pero también lo es que cada vez que sueña con ella es como una despedida, como si se reconstruyera el avance de la enfermedad que la mató, como si se convirtiera en un guion cuya representación termina siendo curativa: el fantasma de ella también pierde el brazo y el pecho izquierdo, se llena de cicatrices y, al final, se convierte en las otras dos mujeres que ahora merodean alrededor de Karsh, Terry y Soo-Min, que en la última escena usurpará el lugar de Becca, se verá poseída por ella mostrando un cuerpo igualmente mutilado, aunque solo sea en otro de los sueños de él. ¿Es The Shrouds la historia de una sanación, de la superación de un duelo, o de la imposibilidad de salir de ese relato agónico, de superar ya no solo el dolor, sino sobre todo los laberintos mentales que es capaz de crear?
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Todo, de hecho, es un laberinto en el film de Cronenberg, pero un laberinto que no se despliega en sentido horizontal, en múltiples senderos, sino que crece hacia el interior, adquiriendo volumen: un laberinto en tres dimensiones, como las imágenes subterráneas de la tumba que podemos ver gracias al dispositivo de Karsh. ¿Es la imagen de la propia película una imagen-tumba que entierra todo sentido, o que lo satura hasta tal punto que acaba declarándolo inútil? Gilles Deleuze identificaba la figura del “pliegue” con el Barroco. Las capas que forman The Shrouds, en cambio, no terminan en sí mismas: permiten el acceso a otro universo, a otra imagen que por lo general está fuera del alcance del cine, en los límites de una contemporaneidad difusa. Digamos que esas capas se conectan unas con otras para dar a luz un mundo de imágenes indescifrables, que de tanto superponerse se opacan. Esa intermitencia visual aparece por todas partes, incluso en los elementos más cotidianos o inesperados: Terry es peluquera canina y se la puede ver, en una escena, cepillando las interminables capas del pelo de un perro; Maury es aficionado a los sándwiches, cuyos pisos consume vorazmente mientras acecha los infinitos bytes de la pantalla de su ordenador portátil… El cuerpo mismo es una sucesión de capas, de miembros que al parecer se pueden quitar y poner a placer, por lo menos en sueños. Karsh tiene una primera intuición del entramado conspirativo en el que acaba implicado cuando, gracias a sus cámaras, descubre que han aparecido ciertas excrecencias en el cadáver de su mujer. Si un sudario es un lienzo que crea pliegues al envolver un cadáver, lo desconocido empieza a manifestarse cuando esos mismos pliegues se declaran capaces de ver, es decir, de ir más allá de sí mismos e imponer sus leyes en otros territorios, por ejemplo en la pantalla de un teléfono móvil, que se convierte así en su extensión. El sudario de Turín, que supuestamente envolvió a Jesús y que el propio Karsh menciona en el film, se refiere a un arte primitivo, de una sola capa, que podría identificarse con el cine en su edad clásica y moderna. Los sudarios de Cronenberg anuncian un cine más allá de sí mismo que todavía no ha llegado y un sentimiento de lo contemporáneo que, en cruel paradoja, se está agotando.
La película entera es una especie de muñeca rusa que agrupa niveles y niveles no tanto de significado como de exposición hacia el interior, una exposición que a su vez se presenta sin orden ni concierto, creciendo como un cáncer –al igual que el cáncer que ha acabado con Becca— que invade al azar células y tejidos. ¿Cómo descubrir estructuras en esta vorágine? He ahí una de las claves del cine contemporáneo que The Shrouds desvela: mientras el cine clásico llevó al límite la construcción planteamiento-nudo-desenlace y el cine moderno la desmanteló para crear otro tipo de estructuras en círculo, lo cual no dejaba de ser otra manera de crear un orden, ahora se trata de acumular un exceso, una algarabía que finalmente se disuelve, como anuncian las nebulosas de los títulos de crédito, dejando la evidencia del decir ya no en segundo término, sino en un limbo ilocalizable, sin límites geográficos. En un estado ya no líquido, como quería Zygmunt Bauman, sino gaseoso. Entonces ¿cómo acceder a ese espacio ya no cerrado, ya no críptico, sino tan abierto y difuso que resulta imposible de invadir en su integridad? Como les sucede a los personajes del film de Cronenberg, habrá que convivir con la ausencia, con la falta de sentido y con esa vida que se reproduce incesantemente a sí misma, incluso en forma de pura muerte, renunciando a toda teoría totalizadora y proponiendo micro-respuestas a esos enigmas que no cesan de borbotear. ¿Debe incluirse aquí la desconfianza hacia esa última forma de poder conceptual llamada “inteligencia artificial”? Honey, el avatar digital de Karsh, su secretaria y confidente, no es más que otra capa que oculta una amenaza. Su parecido con Becca y Terry es pasmoso, por lo que cuando se presenta en pantalla con el brazo y el pecho izquierdo amputado, tal como ha aparecido también Becca en el sueño de Karsh, este comprende la impostura: la última capa del significado, la última frontera del saber, es una mentira, lo cual conduce a pensar que quizá se deba abolir todo significado para no tener la tentación de llegar hasta ahí. The Shrouds, pues, no es solo una película sin forma, sin centro, y por lo tanto excéntrica y fuera de sí, sino también un no-film que no quiere decir nada. Y que dice ese no-decir apuntando que puede que la ausencia resultante sea, al fin y al cabo, la única presencia posible a estas alturas.
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Nada aparece en primer grado en The Shrouds, nada interpela a lo que conocemos como “realidad”. La abstracción habitual en la segunda mitad de la filmografía de Cronenberg, pongamos que desde Crash (1996), se convierte aquí en una entidad monstruosa que todo lo devora, de modo que las distintas capas enunciadas –solo enunciadas— actúan como superficies que se unen unas a otras como en un cuadro de la última etapa de Rothko. Nada es importante en un sentido absoluto y todo tiene su reflejo, su antecedente o su consecuencia, de manera que no existe lo único, lo singular: como mucho, ese es un combate que debe librarse en el territorio del cuerpo, pues el pensamiento ha llegado a un estado de agotamiento tal que no permite ni siquiera réplicas de sí mismo. La conspiración en la que presuntamente se están viendo envueltos los personajes responde a un modelo inventado por Stalin. La casa de Karsh es una manifestación de su personalidad que parece vivir y respirar, un cuerpo “contaminado”, como dice uno de los personajes, desde el momento en que nada escapa a la mirada de Honey. Cuando el cementerio es “profanado”, en el inicio del misterio, la imagen electrónica del móvil, hecha de capas y capas de píxeles, muestra capas y capas de tierra excavada a golpes de pala y de tumbas convertidas en tierra a golpes de martillo, una representación inquietante de la enigmática interdependencia entre naturaleza y progreso tecnológico, como si este fuera la consecuencia lógica de aquella. El film rechaza cualquier tipo de dualismo entre “buenos” y “malos”, o entre buenas y malas acciones, no para desembocar en una inmoralidad nihilista, sino para empezar a dibujar una moral que se niegue a sucumbir ante lo simple pero también reconozca la inanidad de mostrar sus capas más ocultas. La trayectoria de Karóly Szabo, el esposo de Soo-Min, que también está muriendo de cáncer, parece resumir el itinerario de los horrores del siglo XX: nacido en 1945, cuando termina la Segunda Guerra Mundial, empieza a despuntar en 1965, con los primeros síntomas de agotamiento de los regímenes comunistas, y abre su primera fábrica en 1980, coincidiendo con el nacimiento del neoliberalismo de la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. La evolución del fascismo hacia el neocapitalismo digital es también una sucesión de capas que, finalmente, se descubren replegadas sobre sí mismas, sin orden ni jerarquía, una situación que tiene que ver con los nuevos autoritarismos del siglo XXI.
Por lo menos en dos ocasiones, algún personaje de The Shrouds define el contexto en el que se mueven todos –doméstico, histórico, tecnológico— como una “red de redes”, en su caso no tanto un tejido organizado como una desorganización absoluta, una red de la que surgen redes y redes finalmente incontrolables, incluso para sus propios creadores. Al final, nadie sabe para quiénes trabajan los médicos supuestamente implicados en la conspiración, ni qué papel desempeñan China y Rusia, ni siquiera si Maury está tan involucrado en esa trama como afirma. En uno de los sueños en los que Karsh revive a Becca, la práctica del sexo termina con la cadera de ella seriamente dañada, quizá rota, a consecuencia del estado de fragilidad extrema en que el cáncer ha dejado sus huesos. Cuando Maury conduce a Karsh hacia un paisaje idílico para contarle lo que supuestamente sabe –de nuevo el universo natural como escenario contradictorio de la desaparición del universo físico–, termina mostrándole la ausencia de dos dedos cuya amputación, según explica luego Terry, debe remontarse a su infancia. Este nuevo espejo de sombras, esta identificación entre el cuerpo que se rompe y el que desaparece, entre lo que no está y lo que fue dañado –otra metáfora del duelo con el que se ha iniciado todo–, remite inevitablemente a la instancia del relato, ese simulacro de narración que al final es The Shrouds, una narración que se enreda en sí misma para terminar negando aquello para lo que había sido creada la prótesis de Karsh, la imagen-sudario. Como Soo-Min, el film de Cronenberg camina a ciegas hacia la repetición infinita de sus propios postulados. En la última escena, decíamos, Soo-Min se convierte en Becca, con lo que el cuerpo que vemos es ya el resultado de una ausencia, de una ruptura temporal que el plano que clausura el film –el avión en el que viajan se dirige hacia unas nubes inflamadas de luz que se superponen, en fin, con la nebulosa de los títulos de crédito— arropa como una última capa, un último sudario que quizá ni siquiera exista.
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¿Qué queda, entonces, cuando el cuerpo desaparece? The Shrouds reequilibra constantemente cuerpos ausentes y cuerpos incompletos, cuerpos enteros y cuerpos mutilados. Cuerpos que se creen reales y cuerpos que, siendo digitales, son capaces de asumir una realidad aún más inquietante. Cuerpos repetidos y cuerpos que, al reproducirse, dejan de existir. ¿Adónde va Maury tras su última aparición en un locus amoenus que parece diseñado digitalmente? ¿Hacia dónde se dirige el avión que transporta los cuerpos, definitivamente dobles y no identificados, de Karsh y Soo-Min, o de Karsh y el fantasma de Becca? A todo esto, ¿qué es un fantasma si no una repetición que pierde algo del original por el camino, precisamente su solidez corporal? ¿Y qué es un cuerpo si no la lenta fabricación de un fantasma, como es capaz de comprobar Karsh en sus relaciones oníricas, post mortem, con Becca? En el cine de Cronenberg, el virus no tiene que ver únicamente con la propagación de una enfermedad, sino, sobre todo, con el desdoblamiento infinito de lo real y, por lo tanto, con la capacidad del cine para mirarlo y reproducirlo en lo que no es otra cosa, en efecto, que una réplica más. Crimes of the future (2022), su película anterior, representaba esa apoteosis de la excrecencia mediante la puesta en escena de una serie de puestas en escena que, a su vez, estaban relacionadas con el crecimiento y la extirpación, con el organismo humano como entidad extremadamente creativa y, sin embargo, también ángel exterminador de sí mismo. Todo cuerpo humano es un crimen que se producirá en el futuro. Y en eso consiste el relato de cualquier vida, cualquier biografía, es decir, el modo en que se escribe la vida, la que creemos vivir y la que en realidad vive, en silencio, en el interior invisible del cuerpo, preparándose para la muerte. Pues bien, The Shrouds intenta visibilizar lo que sucede en todas partes, incluidos esos otros cuerpos que hemos creado y a los que hemos dado el nombre de “digitales”, preguntándose de paso cómo otorgar a todo ello una forma cinematográfica.
¿Y qué queda cuando también desaparece el sostén del cuerpo, o uno de sus andamios conceptuales, ese que lo mantiene vivo contándolo, otorgándole una entidad narrativa? ¿Qué pasa cuando el cuerpo ya no puede ser el punto de partida de un relato? O mejor, ¿qué ocurre cuando la estructura narrativa, el organismo del relato, ya no puede ser un cuerpo? En el cine clásico, hay cuerpos soñados que se materializan a través de una historia, de algo que les sucede y les otorga una vida que parece vivida; mezcla su condición fantasmática con la emoción de algo que se mueve, gesticula, siente. En el cine moderno, el cuerpo es el relato mismo, sus vicisitudes son parecidas y a veces idénticas, de modo que las formas deambulan tal como lo hace el cuerpo del actor o de la actriz. ¿Qué pasa en el cine contemporáneo, cuando todos esos cuerpos se ponen en duda, se manifiestan solo a medias, como formando parte de un paisaje incompleto, invadido, colonizado, y por lo tanto incapaz de darse a ver en su integridad, de comparecer simultáneamente en la escritura de la carne y en la del texto? The Shrouds da vueltas sobre sí misma hasta que pierde todo sentido de la orientación, toda noción de su propio cuerpo. De una escena se pasa a la siguiente por acumulación, despreciando cualquier tipo de organicidad y concibiendo el cuerpo del film como un cuerpo igualmente incompleto, que no se puede analizar, que ha desaparecido como tal del horizonte hermenéutico.
“Vivía en el cuerpo de Becca –le dice Karsh a Terry cuando esta le cuenta la relación de Becca con el doctor Eckler, quizá el origen de toda esa confusa trama–. Fue el único en el que viví. Su cuerpo era… el mundo. El significado y el propósito del mundo. No sé de qué otro modo explicarlo.” Cuando desaparece el cuerpo amado, pues, también desaparecen el refugio y el sentido, así como aquello que les da forma: un armazón, una estructura. Pero el cuerpo “amado” también puede ser el mundo, una manera de mirar el mundo, y la desaparición de un paradigma intelectual quizá signifique su pura aniquilación. Si no existe el mundo tal como se concebía, quizá ya no exista en absoluto, un adagio que no desagradaría a Guillermo de Ockham. Y si la simplicidad del mundo también se ha esfumado, ¿entonces de qué sirven las distintas capas que ahora lo componen, y que quieren erigirse desesperadamente en otros tantos intentos de explicarlo? Para Cronenberg, ya no hay nada que explique nada de manera sencilla y orgánica, por lo que nos vemos obligados a acudir a la acumulación y el exceso, aunque eso tampoco conduzca a nada. Simplemente, si el cuerpo es el modelo funcional de todas las cosas, la desaparición de su centralidad obliga a seguir intentándolo por otras vías, a crear simulacros fantasmáticos, a elaborar teorías que se anulan unas a otras, a tomar la forma del sudario como sustituto del pliegue, pues un texto, o una imagen, ya no pueden “doblarse”, mostrar su otro sentido en la otra cara del pliegue, sino únicamente replegarse y pegarse unos a otros, unas a otras, y fingir que no tienen sentido. Al final de la película, una imagen del cadáver en descomposición de Eckler, el demiurgo ausente, constata que toda referencia posible tiende a desaparecer como el cuerpo mismo, como las propias imágenes reconvertidas en la sombra de una nebulosa.
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Entonces, ¿qué hago ahora aquí prodigando una escritura que pretende hablar de otra escritura a propósito de la desaparición de los cuerpos y del sentido? ¿Cómo me puedo referir a eso ya no sin caer en contradicciones –algo por completo imposible–, sino evitando cualquier andamiaje conceptual que tenga que ver con lo que conocíamos como el “análisis” o la “crítica”? Y si eso se evita, ¿qué queda? ¿La pura escritura? ¿Y qué es eso, si es que resulta posible llegar a ello hablando de cine, de presencias, de cuerpos en una pantalla? The Shrouds no es solo una película, o quizá no lo sea en absoluto. Es un montón de imágenes, de sugerencias en forma de texturas y sensaciones, que ya no pueden articularse entre sí, con lo cual, de hacerlo –cosa en la que se empeñan la mayor parte de las películas actuales, incluso las más “radicales”– dan lugar a cuerpos extraños, deformes, mutilados, pero que no se exhiben como tales si no es intermitentemente, que suelen disimular su condición incompleta y difusa mediante el fantasma de una apariencia, la ruina como performance, como paisaje interior que no se resigna a serlo, exactamente igual que este texto, que se niega a no ser un texto. Se exhiben, entonces, como posibilidad de algo que no es. ¿Cómo hablar de eso, una vez más? ¿Cómo describir algo que no es? Esa es la dificultad que se me opone cada vez que persigo una escritura sobre ese cine contemporáneo que tiene algo que ver con The Shrouds, que a su vez sería algo así como el modo en que un cineasta que empezó en la modernidad, Cronenberg, se ha ido decantando progresivamente hacia la pura contemplación de su pérdida, de su difuminación en otro tipo de paisaje.
¿Y qué figuras hay ahora en ese paisaje? Más que figuras propiamente dichas, existen conexiones, pasillos, vías de escape que conducen a un universo alternativo, una especie de mundo de las imágenes cinematográficas que han quedado, que han rechazado cualquier tipo de huida, pero que solo permanecen como retazos o jirones, como impresiones momentáneas y huidizas, como deseos efímeros cuya existencia momentánea no puede ser otra cosa que volátil: algo que pasa sin estar ahí, ni en ningún otro lugar. La Bête (2023), de Bertrand Bonello, está compuesta –es una composición, más que un film— de fragmentos de otros cines, el cine literario, el cine de ciencia ficción, el thriller de serie B, o quizá la imitación de una imitación –De Palma imitando a Hitchcock, Bonello imitando a De Palma que ya ha sido imitado por otros, por ejemplo Olivier Assayas— negándose a ser pastiche. Pero La Bête no es un film de episodios, de historias paralelas. No es un film fragmentario: el fragmento está ahí no para formar nada, sino para descomponerse, a su vez, en algo más pequeño que todavía no sabemos muy bien qué es. Y que forma nebulosas –otra vez esa forma sin forma—con otras formas sin forma en descomposición (¿debería decir de descomposición?). El humo y la niebla que pueblan Grand Tour (2024), de Miguel Gomes, podrían ser la representación adecuada para esa sensación. Ya no una mera ambientación, ya no la ilustración de un discurso misterioso, sino precisamente la huella de lo que supuso su retórica al respecto. La huella, por otra parte, de otro relato en descomposición, como el de The Shrouds: en el film de Gomes, la narración colonial deja ver su trastienda más sombría, pero también su condición de inagotable fuente de historias que nos siguen concerniendo, aunque sea como restos, como el sudario del cadáver que ya ni siquiera son. La muerte, precisamente, es el tono mayor alrededor del cual gira otra película-canción –¿vendrá de ahí la obsesión del cine de ahora por el “musical”?– titulada The Life of Chuck (2025) y dirigida por Mike Flanagan. Todo se apaga en esa película, la vida y el mundo entero, en un lentísimo apocalipsis, pero subsiste una melodía inarticulada que sirve de fondo y que explota, se transforma en una escena reveladora, un baile en plena calle que luego vuelve a deshacerse en partículas que incluyen una noche estrellada y un fantasma que reaparece: las formas que se renuevan sin adquirir forma definida. Pero no voy a seguir, no quiero convertir este texto en una sucesión de ejemplos que no son tales, que no pueden serlo, y cuya identificación con The Shrouds quizá sea limitada. Termino con una advertencia para mí mismo: esas texturas difusas, esas nubes algodonosas del sentido que han quedado tras su desaparición no deberían solidificarse ni siquiera en ciertos tramos de ciertas películas. Tanto Estrany riu (2025), de Jaume Claret Muxart, como Anoche conquisté Tebas (2025), de Gabriel Azorín, dos casos procedentes del “nuevo cine español”, son películas acuáticas que atienden más a la evaporación que al flujo: en la primera, la cámara se desliza sobre el río como si emanara de él, o al revés; en la segunda, el vaho de unas antiguas termas romanas envuelve cuerpos y rostros hasta convertirlos en espectros. Y, sin embargo, ambas se detienen, en algunos momentos, para emitir algo parecido a un discurso: la llegada de la edad adulta en el film de Claret Muxart, o una reflexión sobre la amistad en el de Azorín, ambas relacionadas con las-etapas-de-la-vida. En esas paradas técnicas, tanto una como otra pierden su hipnótica capacidad de sugerencia, algo que nunca ocurre en el film de Cronenberg.
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¿Tiene la imagen cualidades sonoras que no dependen del sonido? Una capa, una oleada, algunos niveles superpuestos, una atmósfera, unas cuantas notas descriptivas, y así hasta llegar al silencio… Ahí, justo antes de cruzar la puerta, en ese umbral en el que todavía se oye algo, la imagen ha perdido las cualidades que la circunscribían a la pintura o al cine tal como los entendíamos: reafirmación del encuadre, potencia narrativa, capacidad estructuradora. Y, al hacerlo, se ha convertido en pura circunstancia, en mero azar, en un vaivén interminable que imita la vida tal como la vivimos ahora. Sin conectores ni propiedades dialécticas. El cine que más me interesa últimamente es el que, sin decir nada, todavía no ha caído en el silencio –de la experimentación, de la abstracción total– y se mantiene en una tierra de nadie de la que emanan efluvios que se pueden sentir, oír, incluso entrever. El cine contemporáneo que se dice a sí mismo sin decirse se mueve en esa indefinición, en ese tartamudeo. ¿De dónde proviene la melodía que se dedica a trocear, a fragmentar sin convertir en fragmentaria? Del pasado, de eso no cabe ninguna duda, como ocurre con cualquier otro fantasma. Es un cine revenant, pero la resurrección no tiene lugar al completo, no termina con un cuerpo recompuesto, restituido en su integridad, sino con el olor de un cuerpo que se hace carne texturizada, que representa la carne como un recuerdo o una imagen retrospectiva. No hay citas directas y, si se insinúan, no lo hacen a modo de homenaje o reproducción, ni siquiera como alusión pop, sino como un aire, una corriente que pasa y deja una sensación de déjà vu. En The Shrouds, las alusiones a Vertigo son evidentes, como en tantas otras películas, pero, casi siempre a diferencia de estas, quedan recluidas en una zona que aparece y desaparece, el espacio del que proceden las imágenes. Becca y Terry podrían desempeñar el papel de Madeleine y Judy, pero la aparición, en todas sus manifestaciones, del cuerpo muerto de la primera anula cualquier tentación de convertirla en reminiscencia: ahí está, al mismo nivel que todo lo demás, de manera que la vida mental o los sueños no existen en un mundo aparte, sino en un tipo de representación que no hace distinciones, pues, en el film de Cronenberg, la vida “real” también tiene la apariencia del sueño. Algo que estaba apuntado en el film de Hitchcock, todavía suspendido entre lo clásico y lo moderno, se extiende como una mancha en The Shrouds, un film al borde del fin de la contemporaneidad.
¿Y cómo imaginar una escritura que dé cuenta de todo eso? Pues The Shrouds es una película que no se limita a estar ahí, sino que exige y pide explicaciones: “¿Cómo me vas a ver y qué vas a decir de mí, que no pretendo decir nada?”, parece preguntar. “Cuéntame sobre su cuerpo –inquiere Terry a Karsh hablando de Becca–. Has hecho de los cuerpos tu carrera”, y es como si estas palabras estuvieran dirigidas al propio Cronenberg de parte de un espectador ansioso. ¿Qué nos va a decir ahora sobre el cuerpo que no haya dicho ya? O mejor, ¿cómo nos lo va a decir? ¿Qué imágenes va a emplear, de qué manera va a ir más allá de ellas? Si The Shrouds se ha convertido desde que lo vi en un film tan importante para mí –tengo la impresión de que podría estar transformándolo en escritura incesantemente, aunque ya no tuviera nada que decir, como le ocurre a él mismo– es en parte porque en su interior hay una propuesta y una sugerencia de método para enfrentarse a ella, una película y su crítica, una visión del cine contemporáneo y la teoría que podría albergarla, que no es otra que la ausencia de toda teoría. No la nada –atención– sino el hueco que deja esa ausencia, lo cual no es lo mismo. En otras palabras, una serie de imágenes que se exponen a sí mismas y, al hacerlo, se apagan paulatinamente. The Shrouds es lo que dura esa extinción. The Shrouds despliega una ausencia de escritura tal que pide, como respuesta, no un análisis, sino una gestualidad alusiva capaz de reproducir su huida del sentido, de replicarla con una huida de la razón crítica que, por otra parte, está claro que aún no puede tener lugar.
Carlos Losilla