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GABRIELA MILONE / Galaxia de decires. Voz y porta-voz en A queda do céu. Palavras de un xamã yanomami de Davi Kopenawa e Bruce Albert

GABRIELA MILONE / Galaxia de decires. Voz y porta-voz en A queda do céu. Palavras de un xamã yanomami de Davi Kopenawa e Bruce Albert

I

A queda.

Lo que queda.

Empiezo con ese juego de confundir un poco los términos para intentar exponer unas ideas que fueron quedando (también, por qué no, de-cantando) a partir de la lectura y relectura de A queda do céu. Palavras de un xamã yanomami de Davi Kopenawa e Bruce Albert.[1] Este juego de usar una palabra que no se transparenta en nuestras lenguas (tan aparentemente transparentes) para desviar los sentidos podría sonar injusto: si hay algo en este libro que no queda librado al azar es el esfuerzo por reducir al mínimo posibles restos de malos entendidos en la traducción (dicho todo esto aún de muy manera general). Con todo, estamos frente a una galaxia de decires, como sostiene Bruce Albert en su Postcriptum; galaxia donde hay trayectos en múltiples direcciones, surgimientos y supernovas, luz y negrura. Oscuridad es una palabra que aparece en varias ocasiones en el habla de Kopenawa, vinculada principalmente a la falta de conocimiento. O mejor: a las dificultades del pensamiento de los blancos para entender lo que la Floresta les enrostra día a día: la inminencia de una (segunda) queda do céu. En esta galaxia hay toda una dimensión sonora que se extiende en diversas escenas (fundamentalmente concentrada en el par opositivo floresta/ciudad), en la que opera no sólo una epistemología singular sino también -creo- una pedagogía y una ética: hablar será entonces toda una puesta en escena y en acto de un saber decir con palabras aprendidas de un modo específico, en el reconocimiento de una producción material y singular del sonido (boca, labios, garganta).

Interpretar un texto es entender el plural del que está hecho, dice Barthes (a quien traigo aquí auspiciada por el mismo Albert, quien también lo cita, especialmente por la distinción entre placer del texto y escritura). Entonces quisiera interpretar ese plural del que estaría hecho este “texto” en su dimensión sonora, entendida en varios niveles. Por un lado, la oposición fundamental entre floresta silenciosa y cidade ruidosa, que creo acompaña continuamente la reflexión de Kopenawa. Por otro, el juego doble de asumir la voz y volverse porta-voz, todo en el trasfondo complejo de la voz escrita, como aclara también Albert en su Postcriptum. A estos dos modos de entender la dimensión sonora, agreguemos el plural de voces de algunas partes donde las lenguas se abren o se cierran en su posibilidad de pasaje y desvío. Y finalmente, la dimensión material-sonora del habla en las consideraciones acerca del lenguaje que expone Kopenawa.  

Allí cuenta el mito del origen de los cantos de los espíritus (capítulo 4, p. 114), un origen vegetal podríamos decir, en la medida en que proviene de unos árboles de lengua (amoa hi) que están en los lindes de la floresta, cuyos troncos están cubiertos de labios: hay tantos labios cuantos modos de hablar existen. Lo innumerable e ininterrumpido es un valor tan calificativo cuanto intensificador en este relato: miles de labios, miles de cantos, miles de árboles, miles de modos de hablar, así como innumerables son las hojas de las palmeras de la floresta. Esa es la razón por la que las palabras de los espíritus son inagotables: basta ir a buscar en esos labios vegetales la savia de las lenguas. Las palabras son cantos y viceversa; y esas bocas vegetales cuyos labios murmuran sin cesar están descentradas de toda procedencia humana. Más que una metonimia del habla (humana), boca y labios son un elemento clave del concierto silencioso de la floresta, brotes de sabiduría. No obstante, en el transcurso de la evocación de este árbol mítico de lenguas, Kopenawa introduce una observación inquietante:  

Há muitas dessas árvores amoa hi também nos confins da terra dos bran­cos, para além da foz dos rios. Sem elas, as melodias de seus músicos seriam fracas e feias. Os espíritos sabiá levam a eles folhas cheias de desenhos que caíram dessas árvores de canto. É isso que introduz belas palavras na memória de sua língua, como ocorre conosco. As máquinas dos brancos fazem de las peles de imagens que os seus cantores olham, sem saber que nisso imitam coisas vindas dos xapiri. Por isso os brancos escutam tanto rádios e gravadores! Mas nós, xamãs, não precisamos desses papéis de cantos. Preferimos guardar a voz dos espíritos no pensamento (p. 115). 

Resulta alucinante y desconcertante la explicación de que las melodías de los blancos también provendrían de esos árboles de labios vegetales cuya belleza musical es indiscutida. No obstante, se verá operar este movimiento explicativo a lo largo de todo el libro, donde el mundo de los blancos (tan lúcidamente reconocido como otro, pero generalmente diferenciando otredad de enemistad) entra en la narración con una lógica temporal y espacial singular. La diferencia sustancial radicará en la escritura. Esta es entendida como la actividad de dibujar en pieles de papel, actividad que pone la mano en tensión y a las infancias en lo molesto del aprendizaje de una técnica que es criticada no sólo por esa suerte de alejamiento o extrañamiento del saber y la memoria que produce, sino también por motivos estrictamente materiales: Kopenawa comenta con triste asombro en el capítulo 22 cómo es que los blancos hacen el papel triturando madera. Sin dudas, eso no pudo ser enseñanza de Omama sino actividad proveniente de la codicia imparable de los blancos. Papel es el dinero y los libros: así, la crítica a la escritura como técnica (manual) y como tecnología (mercantil) está condesada en los inicios del capítulo 22 (p. 455) en términos de lo que podríamos llamar inercia, fijación, ensimismamiento e ignorancia. “Nuestro estudio es otro”, afirma Kopenawa, y en ese aprendizaje la escucha tiene un valor marcado positivamente: las palabras son dictadas como con auriculares por los xapiri, palabras que a su vez son recogidas de los árboles de las lenguas que son cantos.[2]

Podría decirse que este modo de concebir la lengua y la transmisión de los saberes expone no sólo la dimensión material del habla (labios, boca, garganta) sino también la puesta en escena de la lengua (el origen múltiple de las palabras asegura la vida de la lengua con sus incontables modos de ponerla en práctica). En este sentido, A queda do céu no deja de ser un valioso compendio de reflexiones lingüísticas que parten no del sistema sino de lo particular y lo múltiple; y que piensa la lengua de modo situado en su dimensión material. Opositivamente, podríamos recordar no sólo la necesidad tajante saussureana de no considerar el habla por no hacer sistema, sino también la queja heideggeriana acerca de la ignorancia de la lengua con la que hablamos dado que la gramática nos ha vuelto oscuro el conocimiento sobre los órganos del habla. La diferencia de esta reflexión de Kopenawa está puesta, creo, en la voz desplegada en la floresta y no fijada en la letra. No obstante, en ese mismo movimiento de explicación mítica de las diferencias, Kopenawa repone en el capítulo 9 (p. 233) una cuestión atendible:  la lengua de los blancos es enmarañada y es horrible de oír porque fue dada por Remori, espíritu de zángano anaranjado remoremo moxi. Su habla es un zumbido, molesto y confuso, directamente “outro linguajar”. Y esto es así por una cuestión de fonación que, materialmente, produce la diferencia: ese espíritu “colocou neles uma garganta diferente da nossa”. Esa diferencia constitutiva incluso avanza sobre una explicación asombrosa, una suerte de inutilidad de la hipótesis babélica. Porque en el relato que repone Kopenawa, Omama y Remori son quienes deciden que las personas diferentes han de tener lenguas diferentes y eso asegura la no conflictividad, en la medida en que pueden guardarse las cosas dichas en el secreto a voces que resulta ser lo incompresible de otra lengua. Denunciando indirectamente el sueño de una lengua única, afirmando la diferencia material/sonora en el reconocimiento de la otredad étnico/lingüística, se diagrama toda una política de la lengua basada en las coordenadas que ofrecen los diversos tipos de sonidos producidos por el aparato material fonador de la voz (canto vs. zumbido). 

Es interesante advertir aquí el valor de la fonetización de la voz escrita, en un doble sentido: tanto para la escritura que los blancos comienzan a hacer del habla yanomami, cuanto para el habla de los yanomamis que pronuncian en proximidad fónica algunos nombres, sobretodo Teosi y Sesusi. El capítulo 11 puede servirnos de apoyatura para pensar este doble movimiento. Allí Kopenawa comenta las primeras tentativas de los misioneros evangélicos de transliterar el habla yanomami en “pieles de papel” para poder “imitarles” (esta será otra constante: aprender a hablar otra lengua será siempre para él una imitación, incluso cuando relata su aprendizaje del portugués compara sus primeras palabras con el sonido torcido e insignificante de un papagayo). Es interesante revisar este pasaje, porque expone con absoluta claridad la relación advertida entre escritura y poder: capturar las voces en la escritura es el camino asegurado para los misioneros en la amenaza continua con las palabras de Teosi, las cuales además habían sido grabadas en cantos (pasajes bíblicos traducidos al yanomami) que los misioneros reproducían en discos. Imaginar sonoramente esa escena es, al menos, inquietante: cantos que emite una máquina en el trasfondo silencioso de la floresta; lengua tras-puesta no sólo de lo oral a lo escrito sino también de idioma y de registro; discurso que opera por repetición, por saturación, por extrañeza sonora. Algo así como lo enloquecedor de un disco rayado que produce miedo, confusión y ansiedad.

Así, creo que lo sonoro es un vector que podemos seguir a lo largo del todo el libro y que nos proporciona información sobre un modo específico de conocimiento por la escucha. Uno de los pasajes que más me quedó en este sentido es el que se narra en el capítulo 11 (p. 261): un misionero llamado Chico, iracundo y maltratador, ante la pregunta por quién es ese Teosi cuyas palabras busca imponer, por cómo es el sonido de su voz, Chico responde con una de las típicas asociaciones y solapamientos que las misiones (desde los jesuitas del XVI) realizaban entre el Dios cristiano y diversas divinidades indígenas. Chico afirma: Teosi es Trovão. Esa mentira (“mentira descarada”, dice Kopenawa) es descubierta por un saber sonoro: desde antaño, se conocía que la voz estruendosa de Trovão había exasperado a los antepasados, quienes lo flecharon y devoraron (aunque una parte de su hígado crudo fue diseminado en la floresta como millones de trovãos de voz que aún pueden escucharse, retumbantes y asustadizas). Esos estruendos de tempestad son inconfundibles y podría decirse que su presencia es constatable de manera sonora. Es interesante leer este pasaje en relación con otro donde también lo sonoro es fuente de un saber específico: la visita a la torre Eiffel en el capítulo 20 (p. 425). Kopenawa se sorprende por la luz de esa “casa de hierro”, luminosidad que lo lleva a pensar que se trata de una casa de espíritus en tierra de blancos. Sin embargo, esa luz no emitía ningún sonido, o sea, parecía estar sin vida: “si estuviera viva, como una verdadera casa de espíritu, oiríamos brotar de su luminosidad o sibilar incessante dos cantos de sus habitantes”. Otra vez: la escucha es un elemento de conocimiento y el sonido una clave para marcar las diferencias. Una luz viva debería ser sonora, así como Teosi -si fuera Trovão– debería emitir estruendos inconfundibles. La luz sorda de la torre, así como el dios callado de los misioneros, son marcas incontrastables de la otredad de los blancos (otredad que, como decíamos, siempre difiere de enemistad pero no por eso deja de ser denunciada en su codicia, ignorancia, avaricia).

Frente al silencio de la floresta (silencio que está poblado de ruidos animales y susurros vegetales, todos agradables a los oídos, como afirma en capítulo 20, p. 437), se ubica el zumbido como un elemento sonoro disfórico. Zumbido es tanto el habla de los blancos que hablan con su lengua enrollada, cuanto el ruido continuo que hacen las máquinas destructoras de la floresta. También proyectar la escucha en esta escena sonora es por demás movilizante: sentir el avance de los motores es constatar la corrosión absoluta de la floresta silenciosa. En el capítulo 13, Kopenawa dice que la voz de los tractores sonaba como seres maléficos devastando todo. Y esta corrosión sonora no es exclusiva de la floresta, sino que también es experimentable en la ciudad. Será en el capítulo 20 (p. 437) cuando Kopenawa observe que “en la ciudade o zumbido das máquinas e dos motores atrapalha todos os otros sons”. En la oposición entre lo sonoro eufónico -cantos- y lo sonoro disfórico -zumbidos- podemos dimensionar cómo los sonidos caen en el silencio y quedan retumbando en la escucha atenta que, no sin rabia, hace no sólo de la voz sino también del oído un terreno de saber y denuncia.

II

La galaxia de decires que expone A queda do céu se expande aún más cuando traemos a la reflexión la extrema complejidad lingüística e idiomática que este libro condensa. Podríamos verlo en dos capas. La primera, la duplicidad de la palabra oral y la palabra escrita, lo cual expone el problema del dictado y la transcripción, de la posición enunciativa de un “yo” siempre plural y de las estrategias discursivas puestas en la escena de una misión diplomática. Esta doble cara de la oralidad y la escritura (condensada en el quiasma de la voz escrita) es una cuestión que siempre está presente a lo largo del libro, en la medida en que, quien lee, asiste al continuo recordatorio de que lo que está leyendo no ha surgido en una cultura escrita (evitemos decir “analfabeta”, porque si bien ellos no escriben tampoco desconocen la escritura; y además, si bien reconocen valores disfóricos a la escritura, tampoco la rechazan de plano, sino más bien, como en este caso, conceden a la escritura la posibilidad viabilizar una legítima defensa).

La segunda capa sería la que podemos reconocer en el pliegue idiomático de la lengua yanomami traducida (primero) al francés (por el mismo Bruce Albert) y luego al portugués (por la traductora Beatriz Perrone-Moisés) y a otras lenguas. El problema de la traducción y de la interpretación cruza todo el libro, sin dudas. Es por ello que resulta interesante detenerse en algunos pasajes donde Kopenawa comenta sus primeros trabajos de intérprete, siendo joven, para Funai; época en la que también frecuenta un hospital, recuperándose de la malaria (capítulo 12, p. 295 y p. 319), escenario donde pone en actividad su trabajo de intérprete confesando que pensaba “ayudar más a los míos que a los blancos”.

De todos modos, Kopenawa deja bien en claro la dificultad del aprendizaje de otra lengua, pero esa dificultad no será experimentada sólo al aprender el idioma de los blancos; también lo será en el acceso a las palabras-cantos de los espíritus. En este caso, en el capítulo 6 (p. 172), el camino para que la lengua se vaya afirmando (volviéndose más firme) y no hable como un fantasma es el de la yakoana. Gracias a ella, las palabras que vienen de los espíritus (palabras de los árboles de cantos) se revelan en su inagotablidad. Para esto es necesaria una suerte de un recambio del aparato fonador: se necesita que los xapiri sustituyan la garganta del chamán por la de ellos. Ese proceso es comparado con el aprendizaje de la escritura: así como la mano dura va ablandándose para escribir trazos cada vez menos torcidos, la lengua del chamán debe afinarse para hacer sonar los cantos de los espíritus. Las palabras de la gente de la floresta son otras, repite incansablemente Kopenawa. Y en esa diferencia afirma su saber chamánico en dos direcciones: para los suyos y para los blancos. Ser intérprete siempre marca esa doble valencia o posición anfibia en el discurso. Voz y porta-voz implica tanto afinar la voz cuanto asumir ser el portavoz. Este doble movimiento que asume Kopenawa a su vez se pliega y se despliega en el movimiento de Albert, eso que en el Postscriptum denomina “habitar su voz” (p. 538). Podemos apreciar que el con-cierto de voces es una resonancia flagrante, acorde a la potencia de este evento portentoso de escritura: una galaxia de decires se contrae y se expande incesantemente.

En relación al aprendizaje idiomático del portugués, Kopenawa repite que al inicio “imitaba muy mal el habla de ellos” (notemos que no dice que hablaba sino que imitaba, y afirma que en su boca, con la lengua aún torcida para ese idioma, las palabras sonaban feas). En el capítulo 12 insiste en toda la dificultad del proceso: el esfuerzo por capturar las palabras, reunirlas en su pensamiento, entender lentamente, quedarse mudo. Nuevamente, es en ocasión específica de un viaje y en el espacio singular del hospital (esta vez, recuperándose de una tuberculosis) donde recuerda que un amigo le enseña algunas palabras y algunos elementos de escritura (p. 288). Será en el capítulo 13 (y en el encuentro con el CCPY) donde veremos surgir la plena conciencia de la necesidad de una misión chamánica-diplomática: “resolví hablar como ellos”. En ese sentido, el “falar aos brancos” (capítulo 17, p. 383) expone las condiciones de producción discursiva que define su misión diplomática: en primer lugar, el conocer a los blancos (sus ancestros no sabían de ellos; y el mismo Kopenawa expone su conocimiento adquirido en su viaje de formación, cuando quiso “virar branco” en su juventud). En consecuencia, en segundo lugar, saber hablar portugués (saber que tampoco tuvieron ni tienen los suyos). En tercer lugar, llevar la floresta en su pensamiento (haberse vuelto chamán es la clave en este sentido: sólo el camino chamánico es el que conduce a las palabras de defensa de la floresta: “basta-me beber yakoana e sonhar escutando a voz da floresta e os cantos dos xapiri”, p. 355). En cuarto lugar, no querer comportarse como un cobarde (frente a la hostilidad y el continuo peligro al que los blancos exponen no sólo a los yanomamis sino a todo el mundo, incluido ellos mismos) hace que Kopenawa se proponga fortalecer su lengua y su garganta para hablar (para lograrlo, hay que conseguir la imagen de gavião kãorkãoma, espíritu que tiene una voz potente y que desciende por cuenta propia, sin necesidad de tener iniciación chamánica). En quito lugar, pero el más importante: la rabia; la rabia ante las muertes y la destrucción producida por las epidemias. El valor de la rabia (valor en doble sentido: coraje de la voz y cualidad del discurso) es clave. En ese sentido, vale recordar cuando en Nueva York (capítulo 20, p. 435) comenta cómo prepara su discurso, no sin miedo y ansiedad, pero sabiendo que debe “buscar palabras poderosas para decir todo lo que me da rabia”.

Así, Kopenawa aprende a hacer oír su voz en las ciudades, aprendizaje del que nunca se oculta su dificultad. En ese sentido, las galaxias de decires se alejan y se acercan. Podemos ver este doble efecto de expansión y contracción en los casos donde aparecen palabras dichas en portugués por Kopenawa (podríamos mencionar dos términos: obrigado, del cual en una nota se dice que no hay equivalente en yanomami; y la más enigmática palabra costume, de la que sólo se indica que está pronunciada en la lengua de los blancos). Pero quizá sean más interesantes los casos donde palabras en yanomami dan cuenta de una escena de traductibilidad inaudita. Un caso podría ser el de palabra matihi (Cap. 19, p. 408), palabra poderosa, muy antigua y muy valiosa en la medida en que los chamanes nombran con ella los bienes de Omama y es usada por eso para las cosas de mucho valor (huesos y cenizas de los muertos, adornos especiales para las fiestas de la comunidad). Por esa equivalencia en la consideración del valor que tiene socialmente es que la palabra matihi es aplicada a la mercancía de los blancos: en este contexto, es el término que más se aproxima para lo que se observa como la experiencia de apego y codicia que los blancos tienen por su mercanía, que no sólo son inacabables sino que su acumulación se produce por el miedo a perderlas.

Pero pongamos atención no tanto en este caso de matihi, que sería un caso de extranjerismo, sino en el del término “natureza” (capítulo 23, p. 475), palabra para la cual Kopenawa sostiene que en la lengua antigua yanomami ya existía una denominación: urihi, o sea: terra-floresta. Este caso es interesante en la medida en que no propone una traducción, ya sea por extranjerismo o por neologismo, sino algo así como una corrección lexicográfica, basada en los saberes ancestrales y en la necesidades político-ambientales del presente.  Se asocia a este caso el de la palabra “ecología” (p. 479): eso que los blancos llaman (ahora) con ese nombre, Kopenawa afirma que no es ninguna novedad para ellos en la medida en que es -ni más ni menos- la misma palabra de Omama, esa que conduce a defender la floresta. Esa palabra, ese llamado, es lo que oyen en las voces de los espíritus desde siempre: “las palabras de ecología son nuestras palabras”, llega a afirmar Kopenawa (p. 480). Todo este desconocimiento de los blancos, toda esa ignorancia que los conduce a hacer de la ecología un discurso en alza, no obstante tiene un lado positivo que Kopenawa reconoce: crea a su vez las condiciones para la escucha de la palabra chamánica-diplomática del pueblo yanomami. 

Así, la voz se porta y se habita. Primero, porque la voz es afirmada en el aprendizaje de la lengua. Segundo, porque el porta-voz es iniciado en el aprendizaje chamánico-diplomático (que puede denunciar en tanto también concede: la voz a la letra y su lengua a otro idioma). Tercero, porque el habitar la voz de otro no es sólo la inmensidad del proyecto al que se dedica Albert (durante la cantidad de años, horas de grabación y páginas transcriptas) sino también -creo- la apuesta de este libro. La invitación a habitar la dimensión sonora de A queda do céu no implica asumir la voz de otro. Habitar una voz es, creo, hacer de la escucha un terreno de disputa política y ética.

Gabriela Milone

Referencias bibliográficas

Roland Barthes, S/Z, Siglo XXI, Buenos Aires, 2011.

Martin Heidegger, De camino al habla, Odós, Buenos Aires, 1990.

Davi Kopenawa e Bruce Albert, A queda do céu. Palavras de un xamã yanomami, Companhia das Letras, São Paulo, 2010.

Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística general, Losada,Buenos Aires,

1945.


[1] Davi Kopenawa e Bruce Albert, A queda do céu. Palavras de un xamã yanomami, Companhia das Letras, São Paulo, 2010. Dado que todas las citas de este libro corresponden a la mencionada edición, a continuación se consignarán solamente los números de página.

[2] En relación a los auriculares, otra mención no disfórica a la técnica de los blancos es cuando en capítulo 6 (p. 168) dice que a fala do espíritos se escucha como en la radio, que quien escucha oye una voz que viene de lejos pero que le permite “pensar directo”.