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El limbo de la carne: el duelo del cuerpo en The Shrouds

El limbo de la carne: el duelo del cuerpo en The Shrouds

Introducción: llorar por la carne

Uno de los ejes más comentados de la filmografía de Cronenberg es su vínculo con el cuerpo. Y es que el propio Cronenberg no lo ha dejado de destacar a lo largo de su carrera (sobre todo, al inicio de ella hasta aproximadamente Videodrome). Por ello, puede leerse The Shrouds como la conclusión (aparentemente momentánea) de esta trayectoria que se inició a finales de los sesenta con sus primeros cortos, mediometrajes y largos. Sin embargo, hay que tener mucha cautela en el momento de anteponer esta cuestión por encima del alud temática que vertebra la obra del canadiense. Cronenberg es (mucho) más que el abordaje de los entresijos de la carne. Pensar lo contrario sería caer en un reduccionismo catastrófico. El cuerpo es importante, esencial podríamos decir, pero siempre en relación con otras instancias (lo protésico, el injerto, lo tecnológico, la muerte, el amor…). Pero, sobre todo, es importante ver su vinculación con la mente y, particularmente, el inconsciente, tal y como puede verse en obras como Stereo, The Brood, The Dead Zone, Dead Ringers, Naked Lunch, M. Butterfly, eXistenZ, Spider, A Dangerous Method o Maps to the Stars, o bien en su novela Consumed

Este punto de vista relacional es interesante porque en The Shrouds la cuestión de la corporalidad está en estrecho diálogo con la temática del duelo. No penetraremos en una explicación psicologista del mismo, pero sí que detendremos brevemente la mirada en un tema vinculado con él, y que para Cronenberg es relevante a lo largo de su obra, y que alude a la tesis del duelo imposible articulada por Jacques Derrida en diversos tramos de su pensamiento. Esta aproximación será fundamental para ver de qué manera la tesis de la New Flesh, tan aplaudida por los sectores del género desde que se formuló por primera vez en 1983, se aproxima a una concepción del cuerpo que tiene muy poco de orgánico, físico y materialista, y sí mucho de indefinición ontológica, de simbiosis y confusión entre lo material y lo espectral. Y esto es así porque, para Cronenberg, los diferentes registros de realidad se penetran entre sí. Realidad y simulación, agencialidad y pasividad, potencia y acto, van a verse desprovistos de sus respectivas características y entidades propias para pasar a configurar un nuevo orden de realidad donde el contagio, infección y mutación ontológica van a tener la primacía. 

Y podríamos decir que la culminación de este contagio de realidades perpetuo lo encontramos en The Shrouds. Pese a su aparente realismo, el juego de realidades y la indefinición ontológica no deja de producirse en ella. Colándose en una imagen impoluta, desestructurando la sobriedad de la puesta en escena, enturbiando la pulcritud visual que traza Cronenberg en sus fotogramas, lo indefinido disloca narrativo- formalmente una obra que ambiciona cuestionar los límites entre cuerpo/mente y simulación/delirio/realidad. 

Así pues, y si las fronteras se han derribado, será interesante observar de qué manera Cronenberg articula la cuestión del cuerpo en The Shrouds para ver cómo su naturaleza se desgaja de lo orgánico para adentrarse en un registro espeso, indeterminado, turbio, pero simultáneamente libre de las ataduras espacio-temporales que rigen el funcionamiento de la cotidianidad. El cuerpo está en relación con algo que le supera de tal manera que acaba generando una dinámica incontrolable, una lógica imposible de saturar con una mirada o a través de la reclusión sepulcral. Es un cuerpo excesivo en diálogo constante con un inconsciente avasallador y parasitario.

Body is reality?

Cierre de créditos y apertura a la primera escena. Hay un plano sostenido y casi onírico de un cuerpo en descomposición que flota en un limbo catacúmbico. Junto a él, alguien lo está observando, apesadumbrado, angustiado, desesperado. En este inicio, Cronenberg ya está planteando la estructura fundamental sobre la que se va a sostener su obra. El cuerpo que es mirado, agujereado por una pulsión escópica que, a su vez, es consciente de su impotencia totalizadora debido a los puntos ciegos que la definen. La mirada siempre recibe como respuesta del mundo la incongruencia especular de su ademan colonizador. Karsh, en su sufrimiento extremo, contempla algo que está más allá de su campo de visión. Verdaderamente no está absorbiendo con su mirada un cuerpo que fluctúa en esa burbuja de vacío, sino que está observando el alud fantasmático que no puede dejar de reproducirse en su campo visual. Y es que The Shrouds va de un juego proteico, de un intento abrasante y sórdido de clausurar una fisura imposible de cortocircuitar y que, finalmente por si no fuese poco, acaba dislocando fatalmente a la subjetividad actuante. Hay un no-Todo que define las relaciones del sujeto con su entorno, y asumir esa falta estructural genera toda una serie de dificultades que hacen tambalear la subjetividad desde sus raíces más profundas.

Ahora bien, sigamos en esta primera escena y, sobre todo, centrémonos en el cuerpo de Becca, la esposa de Karsh. Si atendemos bien, observaremos que la representación que se hace de su cuerpo mutilado y en descomposición es precisamente eso: una representación. Dicho en otras palabras, el trazo que ejecuta Cronenberg para mostrarnos el cuerpo de Becca está explícitamente definido por la imagen generada por un determinado dispositivo (el sudario), con lo que la relación que tenemos con su piel no es la de la materialidad sino la de la espectralidad de la simulación. Es un cuerpo que flota, dotado de una ingravidez casi mística, tejido no a partir de órganos, carne y piel, sino que tenemos conocimiento de él a través de la representación que nos ofrece el sudario. Así pues, Karsh no está observando realmente el cuerpo de Becca, sino que está contemplando la representación de su cuerpo que le traza el dispositivo que él ha creado. Es decir, lo que verdaderamente está observando es su representación de Becca.

Este hecho es muy interesante porque a lo largo de la obra se va a poner en circulación está lógica fantasmática. Por ejemplo, vayamos a la escena que, en mi opinión, es la escena central de la película. Karsh, con sobriedad, se dirige hacia un pequeño estudio en el que hay colgado un sudario. Se desnuda convencido de lo que va a hacer, que no es otra cosa que ponerse el sudario. A medida que se lo va ajustando a su anatomía, el ordenador que está situado en la mesa frontal empieza a cartografiar el cuerpo de Karsh yendo desde lo epidérmico hacia los órganos internos. El cuerpo de Karsh, en consecuencia, está siendo (re)dibujado, (re)constituido y (re)definido por el dispositivo en el que él se adentra. Por consiguiente, no tenemos una relación directa con la carne de Karsh, sino que la vinculación siempre se establecerá a través de la mediatización especular que proporciona el sudario y la imagen computarizada que genera. No nos las vemos con el cuerpo (propio o ajeno) sino con la imagen reconfigurada del mismo, o dicho de otra manera, con la fantasía que tenemos de él.

Este es un tema que conecta directamente con la visión que nos ofrece el canadiense, por ejemplo, en obras como Videodrome, Naked Lunch o eXistenZ, donde la configuración corporal pasa a un estadio de reconstitución física para así alcanzar un estatuto de realidad ambiguo, indefinido y complejo. La solidez de los cuerpos, la cercanía irreductible de la piel, se desfiguran a medida que los sujetos van entrando en un orden de realidad que altera irremediablemente los parámetros por los que se define su cotidianidad. Las alucinaciones somáticas en Videodrome o Naked Lunch, por ejemplo, nos inducen a considerar que el cuerpo, más allá de ser un amasijo de órganos en constante infección y mutación, es una entidad que se define por situarse en un marco determinado. Lo físico está encuadrado en una relación con el inconsciente que hace, por un lado, que no podamos hablar de cuerpos en sí mismos, y, por el otro, que lo corpóreo esté indisolublemente contagiado por lo mental, entre otras instancias. 

Un elemento muy interesante, vinculado con lo anterior, es que parece que únicamente Soo-Min es quien tiene un contacto directo con el cuerpo del otro. Es decir, en la ceguera, a través de un reconocimiento táctil, sin la mediatización visual, ahí puede haber una cierta relación directa con el organismo (remarcamos bien ese “cierta” porque la ceguera no invalida el marco fantasmático del sujeto). Es decir, la ceguera metaforiza la ruptura del cuadro, la explosión de la representación, y, en consecuencia, la posibilidad de encararse hacia una vinculación en la que los cuerpos puedan estar más redimidos de las determinaciones especulares que la imagen genera. Un cuerpo sin imagen ni reflejo, cuya identidad viene determinada por la exposición directa del otro cuerpo a recorrerlo sin la intermediación fantasmática (si es que eso, repito, es viable). Sin embargo, y pese a la tenacidad de la tentativa, ese contacto es demasiado real para ser sostenido. Algo de esa ligazón debe velarse para poder garantizar un vínculo. Por ello, y tal y como vemos al final de la película, Soo-Min acaba convirtiéndose en el engendro de identidades que no cesa de generar Karsh para intentar forjar su duelo satisfactorio. Quien consigue ver a través de su ceguera, acaba siendo deglutida por la fantasía/delirio de aquel a quien ha pretendido ver en su pureza. Y es que, tal y como Cronenberg sostiene a lo largo de su obra, la pureza es una quimera puesto que, repitamos una vez más, las realidades se penetran entre sí, y los órdenes ontológicos (subjetivo/objetivo, corporal/mental/espectral, social/grupal/contextual, verdad/ficción…) no dejan de dislocarse mutuamente.

Este elemento irremediablemente fantasmático del cuerpo del otro puede verse también en los mecanismos que pone en juego Karsh para sustituir el objeto “Becca” como elemento central de su economía libidinal. Tanto Terry, su hermana gemela, como Hunny, su avatar, así como la colección de imágenes que posee de su esposa en diversos dispositivos, intentan taponar un agujero en irremediable apertura infinita. Lo interesante de Terry y Hunny es que, pese a su disparidad ontológica y su divergencia de personalidades, en el fondo cumplen la misma función y, en consecuencia, son dos caras de la misma moneda. Vayamos a la escena de sexo entre Karsh y Terry. Una escena que, por otra parte, nos remite a otra célebre, la que se establece entre James y Catherine en Crash. La homología es más que evidente: en ambas se está introduciendo a un tercer elemento en escena (en The Shrouds a Becca y en Crash a Vaughan) para que pueda garantizarse el goce. Ahora bien, más allá de esta homología más que evidente, vayamos a lo que se está poniendo en juego en The Shrouds a diferencia de Crash. Verdaderamente Karsh no está practicando sexo ni con Becca, ni con Terry ni con Hunny. El cuerpo de Terry, pese a su semejanza absoluta con Becca, no está estructurado como el de su hermana: los movimientos, jadeos, sabor, estructura anatómica de sus pechos… le son ajenos a alguien que se ha perdido (nunca mejor dicho) por el cuerpo de Becca. Lo relevante es cómo Karsh necesita introducir a Maury, su cuñado, y su paranoia, y en consecuencia, algo de un relato simbólico para que pueda existir una cierta identificación con un cuerpo que pretende ser el de su difunta esposa pero que sabe (y siente) que no lo es. Karsh necesita introducir toda la dimensión paranoica, el relato de venganza, una celotipia que roza lo patológico, etc., para que esa relación tenga un mínimo cuajo de sentido (es decir, que  el cuerpo de Terry sea el elemento que pueda taponar mínimamente la falta que le produce el objeto perdido irremediablemente). 

Pero con Hunny acontece exactamente lo mismo. Su apariencia (y voz) es la de Becca. Como vemos desde el primer momento, su relación es ambigua ya que, pese a que su finalidad sea estrictamente laboral, en ocasiones oscila entre lo profesional y personal (su tarea se asemeja mucho a la que ejerce Bridey, la secretaria de Max, en Videodrome). Ahora bien, Hunny es Becca instrumentalizada, una imagen siempre presente a voluntad de Karsh, que irrumpe a su golpe táctil o vocal y que se circunscribe a los parámetros que este establezca. Pese a disponer de una cierta agencialidad (organiza reuniones, posee cierta autonomía de adquirir formas diversas…) sus irrupciones están mediatizadas por Karsh (Hunny, realmente, es la fantasía que Karsh tiene de Becca). Por ello, en el momento en que aparece encarnada como las visiones casi órficas de su mujer, y entra en juego algo de la obscenidad de su fantasía, Karsh no puede soportarlo. Es decir, Hunny encarna el orden que necesita Karsh para estructurar su experiencia en relación a Becca, es el retrato fantasmático de su mujer extirpada de cualquier propiedad e idiosincrasia. Sin embargo, cuando la imagen le hace explícita la obscenidad de su fantasma (es decir, se encarna la fantasía de la fantasía: la imagen fantasiosa de su mujer secuencialmente mutilada y encarnando algo de un deseo sexual sórdido, forzado y desajustado) no puede sostener la mirada, lanza la silla y se marcha de ahí. En ese momento, a Karsh se le hace patente el juego que está llevando a cabo para sustituir un objeto por una imagen que no puede convertirse jamás en objeto. Es su fantasma el que se encarna en la pantalla, su posición de goce la que se le hace insostenible, y por ello huye de su carácter avasallador y aterrador.

Cronenberg, como hemos visto, realiza un verdadero ejercicio de maestría fílmica y narrativa en el momento de buscar en los cuerpos algo propio y sustancial pero, al mismo tiempo, otorgándole una atmósfera de irrealidad, espectralidad, paranoia o delirio en cualquier elemento vinculado con ellos. Esto puede verse muy bien en las epifanías de Becca, en la escena inicial del sueño de Karsh, o en las relaciones que se establecen entre los cuerpos de Karsh y Terry, como hemos ido viendo. Esa pátina de irrealidad genera un hueco narrativo de una densidad conceptual deslumbrante. Delirio y paranoia, pese a ser divergentes, se conectan. Y Cronenberg lo sabe muy bien. En consecuencia, ¿cómo hablar de cuerpos si lo real está enrarecido y requiere de marcos subjetivos para poderse experienciar?, ¿cómo un cuerpo va a sustituir a otro si las fronteras se han venido abajo y lo espectral se conjuga con lo material de manera ineludible?

Cómo de oscuro quieres que me ponga

A lo largo de los setenta, pero sobre todo en los ochenta y noventa, con obras como Memorias para Paul de Man o Espectros de Marx, Jacques Derrida desarrolló una interesante tesis acerca la imposibilidad de absorber al Otro (tomando como eje determinados planteamientos de la ética del infinito de Lévinas). En estrecha vinculación con su teoría de la diseminación, y de la imposibilidad de hablar de un yo clausurado o de un sentido unívoco, Derrida plantea la imposibilidad de alcanzar un estado de aceptación y, en consecuencia, de integración de la muerte del Otro. Si la alteridad del Otro es tal, no podemos hablar jamás de aceptación y, por consiguiente, anular su diferencia en el momento de afrontar su duelo. El Otro, en tanto que Otro, siempre está fuera de mí, cortocircuita cualquier dialéctica que pretenda narcotizarlo y homogeneizarlo en mi subjetividad. Por ello, Derrida habla de espectros, de entidades que están más allá de la dualidad presencia/ausencia y que no dejan de dislocar el tiempo, y la interioridad del sujeto, hasta hacerlos completamente out o joint.

Siempre hay un resto inasumible, un fragmento que ahueca la subjetividad de tal manera que imposibilita la juntura que esta anhela para poder totalizar su experiencia interna y externa. Hay un objeto perdido, que al mismo tiempo es el más íntimo y propio, que nos recuerda en todo instante la incapacidad de homogenizar cualquier vínculo o experiencia. Cronenberg siempre ha tenido muy presente esta lógica, tal y como puede rastrearse en obras como Videodrome, Naked Lunch, Spider, Maps to the Stars o su novela Consumed. Sin embargo, en The Shrouds la perspectiva se radicaliza aún más si cabe. Vayamos a la escena de la cita con la arquitecta en el restaurante del cementerio, que le ha armado su dentista a Karsh. Ambos están compartiendo su pasado amoroso, hablando concretamente de sus respectivos matrimonios truncados, y, siguiendo el talante de la interacción, parece que ella está más interesada en Karsh que él en ella (incluso ha indagado por la red sobre sus curiosidades y vicisitudes). Hoy todo se puede saber, dice la arquitecta, pero nosotros podríamos añadir “exceptuando el sufrimiento real del otro”. Y así se lo hace saber Karsh cuando le indica que no todo está en la red y, tras vacilar un poco, le acaba preguntando enigmáticamente cuánta oscuridad es capaz de soportar. A continuación, le expone su desesperación tras la muerte de su esposa (quería ser enterrado con ella y abrazar su cadáver hasta la eternidad; una herencia, por cierto del romanticismo inglés de Byron, Coleridge, Keats o Wordsworth, por ejemplo). Finalmente, para poder afrontar su pérdida, le informa a la arquitecta que decidió construir su tumba al lado de la de su mujer para, llegado el momento, poder descansar junto a ella eternamente (en, de nuevo, una clara referencia romántica, en este caso a Las afinidades electivas de Goethe). 

La construcción sepulcral, junto a la cantidad de imágenes que tiene del cadáver de Becca en sus diferentes dispositivos, hace que el objeto perdido esté siempre presente. Una presencia dislocada, compleja, frágil y espectral, pero presencia, al fin y al cabo. Y ya no digamos en las diferentes epifanías casi órficas en las que el espectro/cuerpo de Becca irrumpe en el dormitorio de los Relikh. O la identificación de Terry y Hunny. Sea de la forma que sea, la figura de Becca no desaparece en ningún momento (pero tampoco acaba de aparecer del todo). Ni siquiera al final, cuando la identificación delirante de Karsh, que debe generar una supuesta aceptación de la pérdida, le recuerda, a modo de cicatrices y mutilaciones, que Becca siempre será ese resto inabordable que desestabilizará y volatilizará su psique.  

Lo interesante de esta lógica en The Shrouds, sin embargo, es que tiene una doble vertiente espectral-material. Es decir, a diferencia, por ejemplo, de las apariciones de Clarice a su hija Havana en Maps to the Stars, con el objetivo de hacerle ver en todo momento su inferioridad (en tanto que hija y actriz) respecto a ella, las irrupciones e invocaciones de Becca tienen una doble vertiente fantasmagórico-orgánica. En cada (des)aparición de Becca en el dormitorio que comparte con su esposo, en esa especie de limbo pseudonírico imposible de topografiar, hay algo de su cuerpo que debe pagar el precio de esa convivencia en la indeterminación. Primero el pecho y el brazo, luego ruptura de la cadera y reparación de la misma… es como si Becca tuviera que desprenderse de algo de su organismo para poder seguir en la vida de Karsh. O dicho de otra manera, es el precio que le hace pagar Karsh para mantenerla con vida.

En unos diálogos extraídos casi literalmente de Consumed, Karsh comunica su insatisfacción al desprenderse del pecho favorito de Becca. Egoísmo sumado a una indolencia extrema, sin pena, ira ni deseo. Hay algo de serena aceptación en el hecho de que, para poder convivir, sea en la realidad de sus fantasías o en ese horizonte liminar imposible de topografiar, la castración debe ser la guía incuestionable. Para estar juntos hay que perder cosas. Lo que sea pero perder hasta que, finalmente, no haya más que una imposibilidad de (con)vivir. Y es así porque Karsh sólo puede vivir con su fantasma. Pierde a Becca para ganarla definitivamente en una dimensión fantasmática imposible de reconocer y al mismo tiempo de separarse. De ahí la culpabilidad, los celos, la paranoia, alucinaciones, delirios, miedos y angustia. Es un objeto que ha dejado de ser lo que Karsh tenía cartografiado incuestionablemente y pasa a ser una entidad desconocida, ambivalente y traumática, que responde al nombre de “Becca”.

Por ese motivo, podemos hablar de una transformación del objeto “Becca” que imposibilita, tanto a nivel físico como psíquico, cerrar la herida que no cesa de supurar en las entrañas (físicas y psíquicas) de Karsh. Su mutación hace que, pese a la búsqueda constante de identificaciones por parte de Karsh, su naturaleza fluya de tal forma que se hace imposible de concretar y definir. ¿Quién es Becca? ¿El delirio de Karsh? ¿La doble de Terry? ¿La imagen del cadáver pudriéndose en el sudario? ¿La de las epifanías? ¿La que está en la fotografía junto a su hermana? ¿El cadáver en estado de putrefacción que ha sido exhumado para averiguar la naturaleza de los atentados en el cementerio? ¿La identificación final con Soo-Min? Becca es un socavón irreparable que hace que la existencia de Karsh se escurra constantemente por el sumidero de la desesperación.  

A modo de conclusión: cómo pertenecer a un objeto siempre perdido

Así las cosas, podría ser tentador establecer una conexión entre la lógica del duelo imposible en The Shrouds y la que se establece en una de las obras más memorables al respecto de esta temática como es La chambre verte, de François Truffaut. La consagración, en ambas, parece ser plena en el sentido de que hay un vuelco absoluto en la huella ausente que imposibilita un retorno pleno al principio de realidad, dicho en términos freudianos. En ambos casos, parece que cualquier comercio con la realidad pase por la intermediación de la imposibilidad de cerrar un duelo que tortura a sus portadores. Más aún todavía, que su relación con lo real está marcado por lo espectral, por el asedio de lo ausente, perdiendo, en todo caso, la realidad cualquier peso ontológico. Todo se rarifica hasta el punto de que la realidad pasa a ser ese páramo en el que el desaparecido puede nomadear sin ningún obstáculo posible. De esta manera, lo real se cartografía como un espacio mortuorio, repleto de cadáveres y espectros, cuya convivencia con los (presuntamente) vivos no deja de ser una vinculación compleja y descorazonadora, por momentos.  

Sin embargo, las diferencias son más que evidentes. La principal es que el personaje de Julien en La chambre verte verdaderamente no puede sustituir el objeto perdido, pese a las tentaciones amorosas de su cómplice en el levantamiento del altar. La seducción macabra que se establece entre ambos conduce inevitablemente a la desaparición puesto que no puede desprenderse de su mujer fenecida. No es posible la sustitución y más cuando una vida consagrada a la muerte conduce inevitablemente a la autodestrucción. En cambio, para Karsh, la tesitura puede definirse por ser más sórdida. Pese a su amor y devoción, Karsh no tiene problemas en jugar a una lógica donjuanesca algo torpe para intentar mitigar la quemazón del agujero. Contabiliza amantes para reparar una herida imposible de suturar. Pero más allá de la contabilidad, que no le conduce a nada, en Karsh hay culpabilidad y desdicha al fantasear con la infidelidad que llevó a cabo (presuntamente) su mujer en vida. Es decir, lo que hay es una venganza.

Dicho de otra manera, Becca, en la plenitud de su amor y en el cénit de su vida conyugal, tampoco era suya. Tanto en vida como en la muerte, Becca encarna las tinieblas de Karsh, el horizonte irremediablemente ausente que imposibilita su estabilidad. Es decir, la paranoia es el reverso del duelo en el caso de The Shrouds, ya que la única manera de sostener una relación con el objeto perdido es a través de una construcción imaginaria en la que el objeto siempre ha estado perdido pese a la ilusión de propiedad. Dicho de otro modo, ese cuerpo que él decía conocer a la perfección, esa carnalidad por la que se perdió irremediablemente saboreando hasta su átomo más recóndito, no dejaba de ser una fantasía más, una ilusión que garantizase cierto sentimiento de pertenencia a un objeto, por otra parte, siempre desconocido.

Oriol Alonso Cano

Bibliografía

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