En el cine, primero fue la imagen, después la palabra. Más tarde, el cine sonoro inventó el silencio, como escribió Robert Bresson. En las películas de David Cronenberg hay pocos silencios sustantivos –recuerdo algunos en Crash (1996), cuya banda de sonido es tan frágil como los cuerpos rotos, operados, lacerados y suturados de sus protagonistas– y en la primera mitad de su obra, aquella en que no le tenía miedo al gore, prevalecen las imágenes que dan forma a una idea y son también las imágenes “que se recuerdan”: la pistola convertida en prolongación de la carne de Videodrome (1983); las cabezas que explotan en Scanners (1981); el aguijón que surge de la axila y excita el deseo de sangre humana en la infectada protagonista de Rabid (1977); el parásito que se cuela en la bañera de Barbara Steele en Shivers (1975); el cuerpo mutado de Samantha Eggar en The Brood (1979); el líquido ácido que vomita la mosca humana y reduce una mano a un muñón en The Fly (1986). La palabra en el cine atañe también a los títulos: The Shrouds es tan breve y calificativo como Shivers, Rabid, The Brood, Videodrome, The Fly, Crash, eXistenZ (1999) o Spider (2002). Entre medio, en los filmes con Viggo Mortensen, los títulos se hicieron más largos y las palabras invadieron territorios hasta entonces prohibidos en el libro de estilo de Cronenberg pese a que una de estas películas, A History of Violence (2005), se sustente precisamente en la negación de las palabras que explican la verdad: el personaje de Mortensen miente con lo que dice para enmascarar su pasado violento a familia, amigos y conocidos; se inventa otra personalidad y con ello las palabras son sinónimo de ocultación. Y cuando todo ha concluido, a la vez que las relaciones se han abismado abriendo una brecha imposible de cerrar entre los personajes, solo queda el silencio: el gesto de su hija en la escena final dándole un plato de comida mientras su otro hijo y su esposa callan, no sé si porque aceptan o porque rechazan. En el filme siguiente, Eastern Promises (2017), el plano final consiste en un travelling de aproximación a Mortensen, conquistado ya el reino de los bajos fondos, mientras que la palabra adquiere la forma de la voz en off extraída de un diario mediante la cual, sobre el plano hierático de Mortensen, la joven Tatiana, fallecida en un parto al inicio del filme, explica por qué se fue de Rusia buscando una vida mejor.
Filmar la palabra siempre ha sido un desafío, y una conquista. No todos los cineastas lo han logrado cuando se han enfrentado a un texto que requiere más del diálogo que de la posición del cuerpo de los actores. Aaron Sorkin escribe y dialoga muy bien, pero hay que ser tan certero como lo fue David Fincher en The Social Network (2010) para filmar no solo la vorágine de palabras lanzadas por Sorkin, sino su propia métrica, su ritmo interior. En las screwball comedy de los años treinta y cuarenta, el diálogo, directo y claro, o entrecortado por las réplicas y difuso por el efecto de los gags reídos por el público, es fundamental, pero en una de las elegías del género, Bringing Up Baby (1938), su director, Howard Hawks, puso al otro lado de la balanza sonora la gestualidad de un Cary Grant inspirado en Harold Lloyd, con lo que screwball (comedia sonora) y slapstick (comedia muda) se convirtieron en una sola cosa, y el cuerpo y la voz se complementaron como pocas veces en el género. Hitchcock, que hizo hablar mucho a sus personajes por razones tan peregrinas como la censura –el largo beso de Ingrid Bergman y Cary Grant en Notorious (1946), trufado de comentarios banales sobre comida que permiten respirar a los personajes sin reducir la intensidad del deseo–, decía que solo hay que recurrir a los diálogos cuando no se puede transmitir una sensación, una idea, mediante la posición y el movimiento de cámara, el uso del escenario, los contrastes de la luz y la gestualidad de los intérpretes. Decía, aunque no siempre lo cumplió, pero cuando así lo hizo legó momentos tan puramente cinéticos como la forma de relacionar con la cámara a James Stewart y Kim Novak la primera vez que coinciden en un mismo lugar en Vertigo (1958), filme al que no le sobra ni una imagen, tampoco ni una palabra.
Cronenberg nunca ha dicho nada parecido a lo que esgrimió Hitchcock con su casi negación del diálogo –sin el cual sería imposible de construir una película como Rope (1948), por ejemplo– pero, en líneas generales, su cine se ha aposentado en la imagen-concepto antes que en la palabra que explica. Sin embargo, en sus últimas obras cinematográficas, producto de diversas necesidades y situaciones personales, la palabra se ha situado en una posición privilegiada que antes no tenía. Pero la palabra no implica el orden explicativo. Carlos Losilla apunta en su crítica de The Shrouds que “se entrega a una narración desordenada y caótica […] sustraer y añadir, sin mesura ni concierto” para, obviamente, llegar a una meta más concreta, aunque no ordenada. Losilla asegura que a esta película y a las últimas de Hong Sangsoo, Bertrand Bonello y Miguel Gomes “les sobran capas –de información, de imágenes innecesarias, de conciencia sobre la historia del cine– y les faltan miembros. La ausencia es su sino” (1). Mucha gente ha reaccionado ante The Shrouds y la anterior Crimes of the Future (2022) diciendo que son películas habladas, y que son retóricas, descompensadas, con demasiadas carencias y demasiados excesos. Pero sobre todo se esgrime en su contra la cantidad de diálogos o que todo se explique en los filmes a través de estos. ¿Ha dejado de confiar el cineasta canadiense en las posibilidades de la imagen? ¿Necesita que las actrices y actores de sus seis o siete últimas películas, llámense Viggo Mortensen, Vincent Cassel, Keira Knightley, Robert Pattinson, Sarah Gadon, Julianne Moore, Léa Seydoux, Kristen Stewart, Diane Kruger o Guy Pearce, se expliquen antes con lo que dicen que con los silencios o la forma de decir lo que piensan, sean verdades o mentiras? ¿Se puede rodar una película casi íntegramente en el interior de una limusina en movimiento por la ciudad, como Cosmopolis (2012), sin recurrir constantemente a la palabra? John Ford encapsuló el setenta por ciento de la acción de Stagecoach (1939) en el interior de otro vehículo, una diligencia, también en movimiento, por desiertos en vez de arterias urbanas, y no recuerdo que nadie haya escrito nunca que aquel western sea un filme demasiado parlante y estático, ni que lo exprese todo a través del diálogo.
Algunos de los interrogantes que planteo tienen difícil respuesta. En todo caso, las mismas películas son la respuesta. Diría que Cronenberg ha ido depurando su estilo, posiblemente forzado por circunstancias ajenas a ese mismo estilo: la dificultad de encontrar financiación para sus proyectos y, con ello, la decisión de ir eliminando poco a poco aquello que no puede ser filmado porque no habrá dinero suficiente para un plano-secuencia complicado o un efecto especial complejo, lo que a veces, y el director de The Shrouds no sería el único caso, lleva implícita una renuncia desde la misma escritura de guion y la aceptación, volviendo a Hitchcock, de que unas determinadas escenas y conceptos solo pueden ser explicados a través de la palabra. Pero eso tampoco es exactamente nuevo en su filmografía, ya que en 1988, con la aparición de Dead Ringers, ya se produce una escisión que no afecta directamente al contenido, pero sí algo más a la forma, al margen de que es también el momento en el que el “director” empieza a ser reconocido como un “autor” y entra en el radar de una determinada crítica y de unos determinados festivales, Cannes sin ir más lejos, cuando antes los certámenes de cine fantástico parecían ser su hábitat no único, pero sí el más natural. Con la excepción de eXistenZ, que casi puede entenderse como una prolongación de Videodrome una década y media después, ajustada a una nueva geopolítica de la comunicación, la tecnología, el videojuego y la nueva carne, el grueso de las películas filmadas por Cronenberg después de la historia de los ginecólogos gemelos o bien plantean relatos que solo ocurren en la cabeza de su protagonista, como en la magnífica Spider, o bien abrazan otras causas genéricas explicitadas a través de una puesta en escena más reposada incluso en sus ráfagas de cruda violencia, cuando la hay, como ocurre en la trilogía con Mortensen –A History of Violence, Eastern Promises y A Dangerous Method (2011), un western-noir, un relato esquinado de mafiosos y un estudio sobre el estudio de la locura y la sexualidad, respectivamente–, a la que se suma un cuarto filme en teoría más ligado a las preocupaciones primigenias del realizador, Crimes of the Future. Esta película es una exposición de la autoconciencia en la mutación de los órganos propios, mientras que The Shrouds es un filme sobre la muerte y cómo relacionarse con la desaparición de quienes queremos. En ambos casos, Cronenberg habla de posibilidades futuras en la experiencia evolutiva de la humanidad, y lo hace permitiendo que los personajes, dentro del caos enunciado por Losilla, hablen a veces de manera tan desordenada, antes que disruptiva, como lo es la propia estructuración de la historia. Cuando el cuerpo sucumbe, solo queda la palabra.
Más allá de descolocar a buena parte de crítica y espectadores, la tercera de estas películas, la que se aparta de dos géneros establecidos, el policíaco (o algo así) y el fantástico (o algo que va más allá de esta codificación), para adentrarse en una historia de gente real, Freud, Jung y Sabina Spielrein –aunque convendría recordar que ya antes, en M. Butterfly (1993), Cronenberg trató a su manera una historia “basada en hechos reales”–, parte de una obra del novelista, dramaturgo, guionista y director Christopher Hampton, un autor más dotado, generalmente, para la estructura de la palabra que para la consistencia de la imagen. Hampton firma también el guion en solitario, en un proceso poco habitual en el cine de Cronenberg. La diferencia es abismal con otro de los filmes del director centrado en la locura: Spider se construye a partir de silencios matizados y palabras que reverberan en la conciencia de su protagonista, Ralph Fiennes; es un filme interior. A Dangerous Method es más neoclásica en su forma de mostrar la demencia y el estudio de esta; es una película exterior, abocada a veces al gesto excesivo y al diálogo expresivo. En A Dangerous Method es evidente la colisión entre quien escribe y quien filma lo que el otro ha escrito. Cronenberg ya había adaptado previamente textos ajenos llevándolos a su terreno sin apartarse mucho de lo logrado por novelistas como J. G. Ballard, en Crash, Don DeLillo, en Cosmópolis, y especialmente el William S. Burroughs de The Naked Lunch (1991): siempre se dijo que la de Burroughs era una novela “infilmable” y Cronenberg puso todo su empeño en demostrar lo contrario empleando un proceso similar al de Spider en cuanto al uso de la palabra y la colisión de esta con las imágenes límite o el saxo inquisidor de Ornette Coleman en la banda sonora. Él mismo adaptó las novelas de Burroughs, DeLillo y Ballard, en una época en la que más o menos podía hacer lo que quisiera, dentro de unos límites; no así en A Dangerous Method. Pero es interesante comparar el ritmo de los cuantiosos diálogos de este filme con los de algunas películas dirigidas por Hampton –Carrington (1995) y su adaptación del Joseph Conrad de El agente secreto (1996)– y otras escritas por él, como Total Eclipse (Agnieszka Holland, 1995) –¿cómo filmar la relación entre dos poetas convulsos, Verlaine y Rimbaud, sin utilizar los versos que genera esa tormentosa relación? –, Mary Reilly (Stephen Frears, 1996), Atonement (Joe Wright, 2007) –a partir de la novela del muy cinematográfico Ian McEwan–, las más recientes The Father y The Son (Florian Zeller, 2020 y 2022) y, sobre todo, Dangerous Liaisons (Frears, 1988), adaptación al cine de un relato epistolar en el que la palabra leída es la que marca los tiempos. Con la excepción de la de Wright, con sus coreografías con la cámara alumbradas por el recuerdo de Max Ophüls, el resto de las películas citadas “filman la palabra” sin salir de una forma escrupulosa de hacerla prevalecer sobre otros elementos constituyentes de un plano, o un plano/contraplano tradicional. Cronenberg, no siempre, busca la agitación; que la palabra no domine pese a condensar el mayestático credo freudiano o junguiano; que los intérpretes no estén totalmente cómodos al decirla. Algo similar ocurre en The Shrouds, no solo en el caos –todo lo referente al personaje de Guy Pearce, casi una infrahistoria dentro de la historia general–, sino también en el reposo que procuran las muchas escenas entre Vincent Cassel y Diane Kruger. Aunque a veces, los personajes hablan y hablan y tanto ellos como nosotros se pierden en disquisiciones que parecen no ir en ninguna dirección concreta. Si es verdad que Consumed, su novela publicada en 2014, era inicialmente un proyecto cinematográfico, sus descripciones meticulosas, casi obsesivas, de ordenadores, cámaras digitales, móviles, artilugios-apéndices de estas y todo tipo de gadgets digitales, habrían hecho de ella la película más descriptiva de Cronenberg utilizando la palabra lo justo en un relato sobre la asimetría del mundo contemporáneo y sus múltiples mutaciones.
Esta teórica inclinación de Cronenberg por la palabra tampoco es un caso excepcional a lo largo de la historia del cine. ¿Acaso no la encontramos en Ford y Dreyer, por citar a dos pioneros clásicos iniciados en el cine mudo? En Dreyer, es el proceso que le lleva de Du skal aere din hustru (1925) y La Passion de Jeanne d’Arc (1928) a Ordet (1955) –la palabra, en danés, aunque en este caso la palabra tengo un sentido más cósmico, religioso y universal que literal– y Gertrud (1964), sin olvidar la pieza de cámara –dos personas, un solo espacio– Tva människor (1945). Con Dreyer no hablamos de claudicación al diálogo, sino de depuración máxima de un estilo, su esencialidad. Lo mismo hacemos con Ford, de The Iron Horse (1924) a 7 Women (1966), y el estilo de Yasujiro Ozu (planos estáticos como cuadros, diálogos) siempre fue esencialista. Lo hallamos en la modernidad: del Truffaut de Les 400 coups (1959) al de Le Dernier métro (1980); del Bergman de Ansiktet (1958) al de Fanny och Alexander (1982); del Antonioni de Il grido (1957) al de Identificazione di una donna (1982), con el intervalo de recapacitación sobre la imagen que define Blow Up (1966); el último Fassbinder y la caligrafía de la voz propia como método distintivo en los documentales de Herzog. Prosigue en la posmodernidad, por ejemplo en el Philippe Garrel de Le Révélateur, película muda en 1968, y el de Le Sel des larmes (2020) y otros títulos escritos/dialogados con Jean-Claude Carrière antes de su fallecimiento; o, en el cine estadounidense, el Coppola que hizo prevalecer el orden dentro del caos en Apocalypse Now (1979) y el que sumió el orden en el caos en Megalopolis (2024). Y no es lo mismo la palabra en Mean Streets (1973) que en The Wolf of Wall Street (2003), como tampoco lo es, siguiendo con Scorsese, The Last Waltz (1978) en relación con Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese (2019), o cuando la música es el relato. Y en la contemporaneidad, Hong Sang-soo o Ruben Östlund resultan cada vez más discursivos en su empleo del diálogo, e incluso Carla Simón debe acogerse al valor doble de la palabra en Romería (2025), las conversaciones entre personajes y la lectura en off del diario de la madre de la protagonista, buscando entre ellas capas de comprensión. Quizá sea solo Lynch quien se mantuvo fiel a sí mismo, o no tuvo la necesidad de cambiar, de Eraserhead (1977) a Twin Peaks. The Return (2017).
En todo caso, para filmar la apariencia de su muerte en el corto The Death of David Cronenberg (2021), su obra pospandémica, Cronenberg no recurrió en los sesenta segundos que dura el filme a ninguna palabra: solo dos cuerpos repetidos, el muerto y el vivo, colocados uno al lado del otro; el muerto, por supuesto, no puede hablar; el vivo se limita a besarlo y acariciarlo. Un año antes de dirigir este corto había fallecido su esposa Denise, quien sobrevuela las imágenes de The Shrouds. El silencio en el corto es la primera forma del duelo, y en la pérdida, a veces, sobran las palabras.
Quim Casas
- Carlos Losilla, “Los sudarios”, Caimán Cuadernos de cine, núm. 202, septiembre 2025, p. 46.