La Furia Umana
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CARLOS LOSILLA / Noir-Neonoir-Postnoir: El vértigo de la imagen última

CARLOS LOSILLA / Noir-Neonoir-Postnoir: El vértigo de la imagen última

1. Vertigo (1958), como se sabe, empieza con la imagen de un ojo. ¿Y acaso no es private eye, en inglés, la expresión utilizada para referirse al investigador privado? El “ojo privado” de Humphrey Bogart en The Maltese Falcon (1941) o The Big Sleep (1945) pertenece a quien recorre la ciudad enfrentando su yo interior al universo público, extrayendo conclusiones de esa oposición. El “ojo privado” de James Stewart en Vertigo pertenece, en cambio, a quien se centra únicamente en una mujer, a alguien que toma a esa mujer como medida del universo. La reducción del ámbito de la mirada se hace así decisiva. Bogart entra en una librería y, mientras Dorothy Malone intenta seducirlo, él se mantiene erguido tras el escaparate, al tiempo que en el exterior la multitud no cesa de fluir. Stewart empieza a seguir a Kim Novak por las calles de San Francisco y lo único que ve, que vemos, es el coche de ella, la figura de ella en la floristería, la espalda y el moño de ella en el museo. La reducción es cada vez mayor –coche, figura, moño–, como si se estuviera abismando en ella, perdiendo en ella, o quizá en una parte de ella que conduce a otro lugar: ¿adónde?

Vertigo podría ser, entonces, la película de detectives definitiva, o la última de las películas de detectives del cine clásico, el último film noir. En ese mismo año aparece Touch of Evil (1958), en la que Orson Welles incorpora a una mezcla de policía corrupto y sagaz private eye. En su caso, la gabardina de Bogart se ha convertido en una prenda mugrienta que se arrastra por la frontera mexicana como si no supiera en qué lado quedarse. Ni siquiera se  decide a permanecer dentro o fuera del coche que lo transporta de aquí para allá, pues a su cuerpo mastodóntico le cuesta entrar y salir, subir y bajar. Entre dos mundos, Welles mira y reprime, observa y castiga. Stewart, en Vertigo, mira e interioriza, observa y sufre. Revierte el movimiento en su contra. Policía condenado a dejar de serlo, en excedencia por culpa de ese vértigo que se ha apoderado de él repentinamente, se convierte en private eye aficionado y, por lo tanto, en la esencia del private eye. No tiene otra cosa que hacer que recorrer la ciudad, pero esa pequeña ocupación, que sirve para distraerlo de una jubilación prematura y del vértigo existencial que le provoca, pronto se convierte en una obsesión. Ya no puede hacer otra cosa que dar vueltas por esa ciudad vista como un laberinto, en persecución de un objetivo que no es otro que él mismo: eludir el envejecimiento inventándose una musa.

La mujer a la que persigue nunca muestra su verdadero rostro, nunca vemos a la esposa del amigo que le confía el encargo. La primera figura femenina a la que se enfrenta es ya un fraude, una imagen falsa, una actriz que interpreta a la verdadera esposa. Y, a partir de ahí, esa imagen se va degradando cada vez más, por lo menos a sus ojos. El private eye ya no investiga nada que no sea él mismo, que no se centre en su obcecación en inventarse a una mujer a su medida que calme su ansiedad de macho inactivo, de modo que esa imagen no le produce tanto fascinación como trabajo. Stewart tiene que afanarse, tiene que trabajar para transformar el mundo en el sentido que da Marx a este tipo de transacción económica. Aquello que lo acabará aniquilando, entonces, será la plusvalía resultante de ese intercambio. Al convertirse en su propio patrón, se explota a sí mismo y utiliza los beneficios para seguir autodestruyéndose. Y al intentar que su interioridad se materialice en el exterior, que su perfeccionismo profesional y afectivo tome la forma de una mujer ideal, provocará el cortocircuito definitivo que lo desactiva por completo, que lo sitúa –inmóvil– al borde del abismo. En el plano final, Stewart se asoma a su propio vértigo ahora en forma de vacío. Las sucesivas imágenes de Kim Novak se muestran cada vez más desgastadas, más alejadas de una supuesta imagen original, pero ello se debe al forzamiento a que las somete Stewart, a su intento de reelaborarlas sin descanso: primero, la convierte en una imagen mítica; segundo, se empeña en perderla al intentar rebajar ese estatus; tercero, intenta dar marcha atrás y conseguir el equilibrio perfecto entre su imagen mental y la nueva imagen de ella; cuarto, trabaja tan intensamente en ello que acaba destruyendo a la nueva imagen resultante, ya de por sí desdibujada y grotesca.

Stewart se erige así en el último private eye del cine negro porque se toma tan en serio su labor, interioriza de tal modo la noción capitalista del trabajo, que no puede hacer otra cosa que seguir yendo siempre más allá, no dar nunca por bueno un resultado. En su caso, el trabajo ni siquiera parece trabajo, se oculta tras la apariencia de la obsesión necrófila y la idealización romántica. Vertigo, sin embargo, quizá tenga más que ver con Flaubert que con Wagner. Madame Bovary trabaja siempre para mejorar su situación de provinciana insatisfecha, se construye un amante a su medida que finalmente se vuelve contra ella. Incluso lo viste igual que Stewart viste a Novak: “Quiso Emma que Léon se hiciera un traje enteramente negro y se dejara la perilla, para que se pareciera a los retratos de Luis XIII…” Bouvard y Pécuchet, por su parte, deben sentirse siempre ocupados, no cejan en su empeño de encadenar una actividad tras otra, la medicina tras la agricultura, la pedagogía tras la política. Las buenas intenciones, no obstante, se convierten siempre en trabajo y más trabajo, y ese trabajo infinito no conduce nunca a nada precisamente porque busca una compensación, un cierto éxito o cumplimiento de las expectativas. No apunta al enriquecimiento personal, sino a la visibilidad social o, lo que es quizá peor, a una autosatisfacción basada inconscientemente en la obsesión por alcanzar determinados objetivos.

Si el film noir es la expresión perfecta del lenguaje capitalista, no lo es tanto por mostrar la supervivencia del individuo en medio del gran espejismo urbano como por investigar los claroscuros de la moral puritana, hasta el punto de que el private eye es aquel que descubre esa Gran Nada: en The Maltese Falcon, Bogart recita la frase de Dashiell Hammett, “The stuff that dreams are made of”, y luego desaparece con la estatuilla del título; en The Woman in the Window (1944), Edward G. Robinson contempla el retrato de la mujer que ha provocado su pesadilla antes de esfumarse del escenario tras creer reconocerla en la figura de otra viandante, de la misma manera en que Stewart ve a la mujer que amó en esa chica vulgar que se cruza con él en la calle. La diferencia estriba en que Stewart no desaparece, sino que persiste. Como si por fin supiera qué es eso de ser detective privado, abdica de su función meramente interpretativa para entregarse a la vivencia de esa ficción inútil. Y si Vertigo es la última de las grandes películas del film noir es porque enfrenta al detective con su propio vacío, ratifica de una vez por todas que su trabajo era como cualquier otro: el hermeneuta de la moral pública pasa a ser el esclavo de sus deseos, también el adorador de múltiples imágenes falsas que se disponen ante él como en la galería de los espejos de The Lady from Shangai (1947).

2. Pero he mencionado The Woman in the Window. Tanto en esta película como en Laura (1946), y en algunas otras de ese periodo, hay un cuadro que adquiere una importancia decisiva. Edward G. Robinson, en La mujer del cuadro, y Dana Andrews, en Laura, quedan por completo fascinados por un rostro femenino pintado en un lienzo que aparece expuesto y sobredimensionado a los ojos del espectador. Ambos se enamoran no de una mujer, sino de una imagen. Lo mismo ocurre en Vertigo con Stewart y Novak, pero aquí el cuadro del museo no es más que una pista falsa, pues la verdadera imagen fascinante la crean al unísono ambos personajes. En el restaurante donde él la ve a ella por primera vez, Stewart mira hacia la mesa donde se encuentran Novak y su marido mientras la cámara va al encuentro de la mujer por otro camino, desplazándose en sentido oblicuo al de la mirada masculina. Cuando la pareja se levanta y ella se sitúa a la altura de Stewart, para convertirse en su objeto escópico, vemos a Novak desde lo que parece el punto de vista de él pero quizá no lo sea. Sabremos luego que todo ha sido una puesta en escena y, por lo tanto, que ella finge, posa, se convierte en una imagen para Stewart, que a su vez no puede hacer otra cosa que contemplarla y enamorarse. Es la primera de muchas otras imágenes que también observan calculadamente esa ambigüedad. Nunca se tratará del enfrentamiento entre un objeto inocente y una mirada furtiva. Ella siempre sabrá que él la está mirando, mientras que él será el engañado, el que cae en la trampa de la puesta en escena. Cuando se produce la ruptura argumental y aparece la segunda mujer, Stewart pasará a la acción. No obstante, al verse imposibilitado de ostentar una mirada virgen, tras el fin de la inocencia que ha precipitado para él la muerte de la primera Novak, deberá construir trabajosamente otra manera de ver, observar y contemplar: se convertirá en el metteur en scène. Tras vestirse y peinarse al gusto de Stewart, la segunda Novak sale del baño y su figura aparece diluida en una luz verdosa, no tanto una metáfora de su condición onírica como una señal de desgaste. Esa imagen ha sido objeto de un trabajo excesivo, de una elaboración tan insistente que ha provocado su difuminación, su borrado parcial. Y el paso siguiente será la desaparición.

En la primera caída desde el campanario, en la caída de la primera Novak, la película muestra el cuerpo que cae y el cuerpo yacente, la acción y su final. Luego sabremos que no se trata de un cuerpo sino de su simulacro, de un pelele lanzado al vacío como parte de esa puesta en escena perversa, de otra fase más en la degeneración de la imagen que la película se dedica a detallar. Lo importante, sin embargo, es que en la segunda caída ya no vemos nada, nos quedamos al lado de Stewart para compartir con él su pavorosa soledad. El cuerpo femenino ha desaparecido de la pantalla, la ha abandonado para siempre, ha dejado de encarnarse en ella, ha dimitido de su condición de imagen. En The Maltese Falcon, Bogart aún puede lanzar una última mirada a Mary Astor, confinada tras las rejas del ascensor, mientras que al final de The Big Sleep Bogart y Lauren Bacall se poseen mutuamente, se miran como para poder preservar cada uno la imagen del otro. En Out of the Past (1947), también el detective que interpreta Robert Mitchum se enamora de la figura sinuosa y esquiva de Jane Greer mientras la contempla entrando en un bar, bajo la intensa luz del sol, y luego debe despedirse de ella por dos veces: en la primera, ni siquiera podrá ser testigo de su huida, de su fulminante desaparición del plano; en la segunda, se empeña tanto en acompañarla hasta el final que ambos acaban compartiendo una muerte anunciada. En todos esos casos, el cuerpo femenino aparece y desaparece, pero nunca es sometido a ninguna mirada que provoque su desvanecimiento absoluto. El private eye llegará incluso a autoinmolarse con tal de preservar una cierta integridad de ella. ¿Se propone intencionadamente Vertigo como la aniquilación de ese arquetipo y del género que lo sustenta? ¿Qué puede hacer, en qué puede trabajar el detective clásico si no existe ya el cuerpo femenino? ¿Y qué hay más allá de él como para que lo lleve a tantear la posibilidad de esa pérdida y, en fin, a adentrarse en ella?

3. Durante los años 70, Hollywood se dedica a explorar procelosamente ese más allá. Y el neo-noir intentará materializarlo, hacer visible ese lado invisible, ese filo suspendido en el abismo de lo que podemos conocer. El epicentro a partir del cual empieza a desplegarse esa obsesión es el caso Watergate, el reverso tenebroso del sueño americano, aquello que nunca se creyó que llegara a pasar, el desmontaje despiadado y sistemático de una realidad construida durante años, décadas, siglos. Y quizá la propia escenografía del asunto tuviera mucho que ver con su impacto público: el nombre del delator, Deep Throat/Garganta Profunda, una voz que surge de las cavernas subterráneas del sistema; la oscuridad uterina del párking en el que todo un mundo morirá para que nazca otro, mucho menos sólido y compacto; la condición esencialmente televisiva del asunto, las noticias que llegan a través de las ondas catódicas, la sensación de estar asistiendo a un tenebroso espectáculo serial que culmina con la comparecencia del villano, con su muerte simbólica en directo… All the President’s Men (1976) supone la consagración de esa imaginería, que por otra parte ya hace tiempo que está en marcha. Klute (1971) y The Conversation (1973) se centran en la escucha y la vigilancia, en el voyeurismo, como parte indispensable de los mecanismos del poder, pero también de la obsesión por ver y saber, que igualmente están en la base de la ansiedad del espectador. En la primera, la prostituta a la que incorpora Jane Fonda se desnuda ante la mirada de otro hombre mientras el detective interpretado por Donald Sutherland observa la situación desde el exterior de la casa. Pero eso no lo sabemos hasta que finaliza el plano que arranca del interior y se sitúa frente a los cristales de la ventana, para después ofrecer el contraplano, los telescopios de Sutherland y su rostro nervioso que mira y mira. En la segunda, el técnico de sonido Gene Hackman, que se dedica a espiar y grabar a otros por dinero, termina desmantelando su propia casa, destruyendo paredes y suelos, ante la sospecha de que él mismo esté siendo objeto de escucha. El último plano lo muestra tendido en el suelo, agotado y rodeado por los restos de lo que fue su único refugio frente a las inclemencias del exterior, una desnudez esencial que ahora también comparte con el espectador, que se convierte así en el último mirón.

Pero ¿qué hay más allá de aquello que se mira y se escucha, de las huellas de una posible realidad oculta? En The Conversation, existe la resolución de un enigma pero nada más. De ahí que Hackman continúe desmontando lo real en busca de otra razón, o quizá de algo que no se puede medir con el rasero de esa misma razón. Al final, la cámara oscila de un lado a otro mientras contempla a Hackman en el suelo, vencido por su propia estrategia, como si no pudiera centrarse en nada porque ya no queda nada en lo que centrarse. El plano que cierra Klute, igualmente, es el de una habitación de la que ya han desaparecido todos los cuerpos y que ahora ha quedado vacía, incluso desprovista del mobiliario que la pobló. Klute y The Conversation intentan dar continuidad al último plano de Vértigo mediante la exploración del abismo frente al que James Stewart se veía obligado a detenerse. Pero la cámara no puede ir más allá de los cuartos vacíos, de mostrar el espacio pero ya no el destino del cuerpo, que se quedó para siempre en el limbo en off al que Stewart dirige su mirada desde lo alto del campanario. Las dos películas presentan conclusiones complementarias. Mientras Klute persiste en la contemplación del cuerpo femenino como espacio de paso para atisbar ese otro lado que nunca se verá, The Conversation prescinde de él, incluso violentamente, y se centra en el fetichismo del detective privado, en la ligerísima gabardina de Hackman, que se erige así en recordatorio volátil de la fragilidad de la imagen clásica convertida ahora en imagen vacía, que ha decidido abandonar incluso su propio territorio.

El cuerpo femenino ausente supone también la prohibición de cualquier otra forma de deseo. En Klute, la irracionalidad del deseo de Stewart queda domesticada, hasta el punto de que la prostituta entra a formar parte de una sociabilidad sometida a los límites de lo convencional. En The Conversation, Hackman solo desea descifrar el mundo, entender qué está ocurriendo, de manera que toda la energía de su deseo se canaliza en los objetos como sustitutivos de los cuerpos: magnetofones y micrófonos, la tecnología al servicio de una erótica del espionaje, del otro entendido no como forma física y voluble sino como contorno fronterizo que lo separa de un exterior hostil. Y también como misterio insondable, pues el abismo de Vertigoparece haberse materializado en esa nueva realidad ininteligible. De nuevo Gene Hackman, ahora como investigador privado en Night Moves (1975), será conducido a un lugar en medio de la nada, en alta mar, para que se someta otra vez a la siniestra experiencia de la pérdida y la soledad. Él también ve la desaparición de su objeto de deseo sin que pueda hacer nada por impedirlo, impotente y quizá herido de muerte en una embarcación de la que no puede salir mientras ella, en este caso, se hunde en el océano. Sin embargo, Hackman puede ir un poco más allá que Stewart. Puede observar a su némesis, sumergiéndose también en las profundidades de ese vacío acuático. Puede incluso atisbar su rostro, su lucha infructuosa por salir a la superficie. Pero no puede ver nada de eso con claridad. Los planos y los contraplanos se suceden unos a otros sin que la mirada sea nunca capaz de ir más allá de una borrosidad incontrolable, de los cristales inundados por el agua que impiden la visibilidad total. El abismo toma forma, pero esta rehúye toda transparencia, toda explicitud, no se puede representar si no es a través de formas abstractas y diluidas. El detective, una vez más, ha experimentado la pérdida del cuerpo femenino que había construido con su mirada ansiosa y ahora es el género mismo el que se queda también en el camino, se dedica a dar vueltas y vueltas sobre sí mismo, como la lancha en la que abandonamos a Hackman al final de Night Moves.

Ese rodeo que acaba pasando por los mismos lugares de siempre, esa insistencia del detective en sobrevivir en el interior del género aunque sea a costa de impedirse a sí mismo cualquier tipo de avance, va un paso más allá que la inmovilidad de Stewart en el último plano de Vertigo, pero provoca un nuevo cortocircuito, algo que en The Long Goodbye (1973) adquiere formas devastadoras. Eliott Gould, en el papel del detective Philip Marlowe, imaginado por Raymond Chandler e incorporado por Bogart en The Big Sleep, repite candorosamente la escena de Vertigo  en la que Stewart salvaba a Novak de morir ahogada, esta vez con Nina Van Pallandt y en una playa de California. Al final, ella estará implicada en una trama que él soluciona disparando a sangre fría sobre el último esbirro, lo que constituye una traición de la ética tradicional del detective privado y una ruptura con la mística propia del noir. Mientras se aleja por el camino de vuelta, se cruza con Van Pallandt y ni siquiera le dedica una mirada. El héroe se niega a ver, ya no le importa saber qué hay más allá de la pérdida, pero la película acaba sugiriéndolo. En la banda sonora suena una vieja grabación de “Hooray for Hollywood”, se oye incluso el crepitar del vinilo, como si procediera de otro tiempo y de otro lugar: en el fuera de campo, en lugar del cuerpo desaparecido, yace el propio cine clásico americano, que ha perdido definitivamente su identidad y agoniza exangüe. El deseo del personaje por el cuerpo femenino se superpone al deseo de la audiencia por el espectáculo hollywoodiense y todo se viene abajo, todo se paraliza por lo menos momentáneamente, como si el plano final de Vertigo se hubiera convertido en un contraplano que filmara a Stewart, el actor, habiendo roto el hechizo para dejar ver al equipo de rodaje.

En Chinatown (1974), ese otro lado siniestro se hace carne, sorprendida en plena descomposición. Durante toda la película, el investigador Jack Nicholson persigue el misterio de Faye Dunaway sin conseguir atraparlo hasta que por fin, cuando logra inmovilizarlo en un instante detenido, se verá obligado a contemplar su degradación absoluta en la mismísima guarida del monstruo. El disparo que obliga al coche en el que ella huye con su hija a detenerse, que lo paraliza en medio de una calle abarrotada, mientras el claxon no puede dejar de sonar a modo de ululante sirena homérica, parece provenir del propio deseo incontrolado del detective. Se abre la portezuela, cae el cuerpo femenino y el claxon deja de sonar. Se cierne el silencio sobre la cuenca vacía, sobre el ojo de ella, atravesado por la bala que ha partido en su busca, y deja al descubierto la herida sangrante. El órgano de la visión, el portador de la mirada, se enfrenta ahora, en su absoluta desnudez, al horror que experimenta el private eye. Al inicio de la década siguiente, otro investigador privado, William Hurt, se ve obligado a renunciar a la visión del cuerpo, esta vez el de Kathleen Turner, y contentarse con su sustituto desplegado en el plano onírico. Al final de Body Heat (1981), Hurt queda inmovilizado en la cárcel mientras Turner se tuesta al sol en una playa ignota, en el lugar arquetípico de la felicidad, quizá en algún rincón del subconsciente de él que la película muestra a modo de imagen soñada, de luminosa pesadilla. De nuevo, como en The Long Goodbye, Hollywood impone su ley y sus imágenes, se consagra a sí mismo como el off por antonomasia, como el gran imaginario que domina a todos los demás. El ojo femenino que ya no puede ver nada de Chinatown se transmuta en el que intenta hacerlo pero no puede de The Long Goodbye y ambos transitan hacia la ausencia de toda imagen de esa feminidad amenazante, hacia su aniquilación, hacia las presencias espectrales de Night Moves y Body Heat, la abstracción y la virtualidad. Como si el cuerpo que desaparece en Vertigo intentara regresar a la figuración, a la adquisición de una nueva presencia figurativa, y solo pudiera conseguirlo en el territorio del simulacro. En Blade Runner (1984), ese cuerpo solo podrá volver a la vida en forma de organismo reconstruido y artificial, en el interior de un robot, mientras que en Who Framed Roger Rabbit (1988) lo hará como silueta animada. Poco a poco, el neonoir no solo borra las huellas de lo real, sino que también barre con los síntomas de su ausencia, llena el agujero dejado con falsas presencias.

4. Cuando Slavoj Zizek apela a Jacques Lacan para hablar de la mirada que no procede del sujeto, sino del objeto, parece estar invocando Blow Up (1966), donde  el cuerpo sale de la foto, del espacio de la inexistencia, para invadir lo real. El fotógrafo David Hemmings cree haber capturado un cuerpo femenino durante una improvisada sesión fotográfica en un parque. No se trata de un misterio, no se trata de lo que pueda haber sucedido, no se trata de arrebatar tensión a lo que podría ser una historia de suspense. Se pretende dar a ver las múltiples capas de la realidad no tanto en el acontecimiento como en el cuerpo representado. Y no importa el suceso, sino la pérdida de la consistencia por parte de la imagen. Vanessa Redgrave, sorprendida in fraganti con su posible amante, se escapa de todas las representaciones y pasa a formar parte de la vida del fotógrafo, por lo menos durante unos minutos, en el parque y en su estudio, cuando se presenta allí para reclamar el carrete. Hasta ese momento, esa mujer no existía en la vida de Hemmings. Y ahora pugna por imponerse en ella, por hacer valer sus razones, por cambiar el rumbo de esa existencia vacía. Habiendo querido interpretar la realidad, el fotógrafo ha liberado sus fuerzas ocultas. Ella lo interpela a él y anula su mirada, la que pretendía no solo encuadrarla, sino también descubrir sus secretos. En la casa, cuando él va a por unas bebidas, ella agarra el carrete y huye. Al volver de su breve incursión, el fotógrafo se enfrenta a un espacio vacío. Blow Up ilustra lo que sucede con el cuerpo de Kim Novak en Vertigo tras la segunda caída. Lejos de aniquilarlo, la mirada-cámara del sujeto lo ha convertido en un gran enigma que acaba devorándolo, precipitándolo a un vacío del que no podrá salir. Aquello que no se puede entender ni clasificar, se erige en una amenaza. Y el relato clásico lo convierte en una elipsis o lo deja en el fuera de campo.

Dos películas posteriores, tanto a Vertigo como a Blow Up, se elevan a la doble categoría de comentario y solución a todas estas cuestiones. En Blow Out (1981), el grito real de la mujer al borde de la muerte toma cuerpo en una imagen que no le corresponde al utilizarse en el doblaje de un slasher. Hay una función del cuerpo que ha sobrevivido a la desaparición y se encarna en otro lugar, en otro cuerpo, construyendo así un artefacto monstruoso, una bestia de dos cabezas. El vacío sufre una deslocalización que no permite que nadie detecte su nuevo paradero. Y el neonoir se instala como testigo privilegiado de ese escándalo: en lugar de diluir la imagen, como ha ocurrido hasta entonces, se opta no solo por sustituirla, sino, además, por desvirtuarla. La imagen superviviente, así, es una aberración, pues a la vez actúa como recordatorio melancólico del pasado y como evidencia de un presente sumido en el desastre, situándose en un intermedio insoportable, un estado de suspensión agónico. En el otro lado, allá donde se intenta evitar esa catástrofe, Obsession (1976) propone directamente una reescritura de Vertigo  donde la nueva película sustituye a la anterior. Genevieve Bujold restaura un fresco de Bernardo Daddi en Florencia y se pregunta si debe continuar o dejar paso a la pintura que se ha descubierto que hay debajo. Luego, mientras intenta seducir a Cliff Robertson, le cuenta la historia de Dante y Beatrice, donde el primero no se atrevía a mirar a la segunda si no era con la presencia de otra mujer a modo de filtro o persona interpuesta. Aquí la imagen trascedente debe mantenerse siempre oculta, en un segundo plano, si se quiere sobrevivir a la peligrosa fascinación que produce. De lo contrario, se puede caer en el horror del tabú: en realidad, Robertson y Bujold son padre e hija, a punto de consumar un incesto contemplado a modo de abismo moral. Tanto en Obsession como en Blow Out, el detective parece condenado a repetir su pasado una y otra vez, como ilustra el travelling circular con que se cierra la primera, muy lejos del que contiene Vertigo. El neonoir procede al desgaste no del cuerpo femenino, sino de la imagen original, del género en su estadio clásico: niega a la imagen oculta incluso su derecho a ser pensada.

5. La pesadilla de James Stewart en Vertigo, tras la primera muerte de Novak, lo obliga a contemplarse a sí mismo desde su propia mirada. Es él quien consigue que la mujer del cuadro cobre vida y sea posible verla en brazos de su amigo, pero también quien nos guía hacia un viaje mental que anuncia el de 2001: A Space Oddisey (1968) y concluye en la oscuridad de una tumba. Paradójicamente, antes de empezar a soñar, o de que se nos muestre su sueño, Stewart abre los ojos en la cama y nos mira, mira a la cámara y al espectador, como si quisiera también invitarlo a formar parte de esa pesadilla. El detective se dispone, pues, a investigarse a sí mismo y a la audiencia, quizá inconscientemente convencido de que nunca podrá acceder al más allá de Kim Novak. También Laura Dern, en Inland Empire (2006), abre los ojos después de su muerte simbólica, al final del rodaje de la película dentro de la película. Lejos de adentrarse en una pesadilla como Stewart, sin embargo, se propone mirar en los alrededores del cine, detrás de los decorados, en el fondo de una pantalla en la aparece ella misma reproduciendo sus propios movimientos y gestos. En Blade Runner 2048 (2017), el detective de la primera película pierde todos sus atributos en otro abismo, el de la pura inexistencia virtual, enamorado no ya de una replicante sino de una imagen mutante en la que apenas puede fijar la mirada sin que ocurra un cambio, sin que esta se convierta en otra cosa, hasta que termina asediándolo en un tejado sumido en una noche oscura, transfigurada en un puro aglomerado de señales luminosas. Por mucho que Dern sea una actriz y Ryan Gosling persista en ser un detective, ambos pasan a formar parte del abismo final de Vertigo, en el que finalmente no había otra cosa que un enigma siempre abierto, una fosa siempre a la espera, la oscuridad del no saber.

Dice Jacques Rancière que el cine clásico supuso la posibilidad de un regalo inesperado: también el proletariado, en las salas oscuras de los cines, podía adquirir su porción de belleza por un precio módico. Para Jean Louis Schefer, en cambio, durante esa época clásica ya existía la promiscuidad iconográfica, el exceso de imágenes que luego se ha atribuido a la lenta propagación de los efectos de la era informática. De hecho, ya estaba presente desde el momento en que Dante se preguntó por la realidad de la imagen de Beatrice, a la vez mujer real y mujer ideal, como Kim Novak en Vertigo. Aquella belleza en forma de obsequio, de plusvalía reintegrada bajo la apariencia de un regalo, no era otra cosa que otro espejismo, el precedente del gran simulacro. Yo no sé si ha terminado ya el ciclo del film noir y cabe hablar, por lo tanto, de postnoir. Sea como fuere, el detective de Inherent Vice (2015) se mueve lentamente en medio de una nube de humo provocada por los restos de la contracultura, pero también de un capitalismo de formas cada vez más fugaces, que impiden su identificación. En Vertigo, que lo anuncia todo, el trabajo se encarna en la labor del detective para después volatilizarse en la construcción de un fantasma femenino inexistente que se quiere hacer real, la gran metáfora del consumo –de bienes y de emociones— que luego el propio Hitchcock ampliará en Psicosis y The Birds (1963). ¿Será por eso que la misteriosa dama que introduce a Laura Dern en su viaje final habla de “una niña perdida en la plaza del mercado”? ¿Está hablando del mercado del cine, donde incluso el trabajo se idealiza y el deseo se somete al trabajo? Si es así, eso es el postnoir: el gran enigma de un capitalismo que siempre ha estado en proceso de transformación y que ahora se presenta en su fase final, esa desaparición que se anuncia y que quizá nos arrastre consigo, cuando ya no podamos mantenernos por más tiempo en pie en el campanario.

Carlos Losilla